sábado, junio 24, 2006

Sobre ACCIÓN DE GRACIAS, por Juan Jesús Payán Martín

(En Diario de Cádiz, 08.06.2006)
ESCRITO SOBRE LA NIEVE
Se conoce como “zona de incertidumbre” al área que rodea a la fragilidad, al territorio en el que un movimiento inesperado puede escribirse con trágico acento. Es la piel con que nos cubre la muerte, remisa como siempre a resolver su oficio, a cumplir sus fatídicas responsabilidades. Es el terreno de las pérdidas y los naufragios invisibles. Y el espacio en el que nace la poesía. Acción de Gracias de Ana Rodríguez de la Robla ha surgido en esta tierra removida por la sangre, al calor de la metralla que humea en los cuerpos caídos, aún frescos. Sus versos tienen la emocionante fortaleza de los héroes malheridos que se arrastran mientras balbucean y perseveran hasta ponerse en pie con toda su grandeza.
Como articulista del Diario de Cádiz, los lectores ya conocen la lúcida mirada de la autora. Reconocen fácilmente su estilo por su aguda inteligencia, por el refinamiento de su prosa (que despliega una sorprendente y vastísima cultura) y por un sentido del humor afilado y sutil. La poeta (autora de títulos como Reloj de agua, 1995; La sombra sostenida, 1997; o Naturaleza muerta, 2000) completa con sombras el espacio público que la encubre. Dicho perfil se esconde tras máscaras de distanciamiento, en la atmósfera de la ficción o en la voz de brillantes escritores del pasado (Robert Walser, Paul Celan), cómplices del abismo. Se trata de una forma de pudor que encubre a una ingeniosa y cálida conversadora, a una amiga generosa y a una artista que se mueve como pez en el agua de materias diversas (música, fotografía, historia...). En la faceta poética de su último libro, la escritora ha decidido enfocar en un encuadre fijo y duro la catástrofe. No es preciso una escena previa que nos explique un por qué inútil. Todo queda contenido en el desastre que el lector presencia con aliento contenido. Una música de fondo, como la que el día a día rodea a la poeta (melómana consumada e irredenta), arranca la dulzura a una realidad que de otro modo apenas si sería soportable. El prólogo de Jaime Siles y la lúcida y afectuosa presentación que efectuara la profesora María Jesús Ruiz Fernández dieron ya con muchas de las claves que encierra el poemario de Ana de la Robla. De entrada, el título encubre una anfibología contradictoria y cruel. El libro se nos presenta como una presumible “acción de gracias”, amable y efusiva. Lo cierto es que esta misma expresión esconde un significado diametralmente opuesto. En la cita inicial, la autora nos remite a una acepción arcaizante e insólita (que, por otra parte, no aparece en la edición de 2001) del Diccionario de la Real Academia Española: ‘En algunas partes, acompañamiento que va después del entierro a la casa del difunto, y responso que se dice en ella’. El lector puede hacerse ahora cargo del contenido doble e irónico del título. Los poemas no son en primer término una forma de agradecimiento trascendido a la divinidad o a la vida (aunque la autora valore la dimensión del aprendizaje en el dolor), sino que conforman el cortejo de un duelo privado y lacerante. Rilke completa la apropiada lectura del libro con una nueva cita: “Sobreponerse es todo”. Junto a la dimensión personal, Ana de la Robla sitúa la imprescindible dimensión estética a través de una frase del historiador holandés Johan Huizinga que aconseja “encajar los sentimientos en formas fijas” para huir de la barbarie. La poeta, en este caso, huye de la barbarie de lo sentimental, que le resulta aún más atroz que la contemplación descarnada del horror. El tono doliente se encuentra congelado en la forma fija –disecada- que es todo poema. Siles vincula este dolor contenido con la poesía “hermética” italiana (Ungaretti, Montale). Señala su dimensión helénica y vanguardista, así como el “arranque gnóstico” de su numen poético. Podríamos añadir muchos otros elementos vinculados al estilo de la autora. El principal de ellos nos conduce hacia la literatura germana. Desde Hoffmansthal, pasando por Gottfried Benn y Georg Trackl, hasta llegar a Paul Celan e Ingeborg Bachmann, existe una poética devastada en la que preside el miedo al verbo, el miedo al decir. Se trata de una concepción abismada en los umbrales del silencio, que nace en los años del expresionismo alemán, vive con la experiencia del holocausto nazi y culmina con la crisis del lenguaje de los años sesenta. El Tractatus logicus-philosophicus (1922) de Ludwig Wittgenstein ya hacía expresas las limitaciones del verbo, la irrepresentabilidad de las formas lógicas en el lenguaje y sus problemas de verificabilidad. Esta concepción filosófica de algún modo está latente en la poesía de postvanguardia y en la base de lo que se conoce como la “poética del silencio”. En Ana de la Robla no sólo es perceptible el aliento de las letras germanas, sino también la voluntad exacta de poetas como José Ángel Valente o Antonio Gamoneda. A todo ello debemos añadir un elemento trágico y femenino que la aproxima a autoras como Blanca Varela o Alejandra Pizarnik. Durante la presentación del poemario, la doctora María Jesús Ruiz ofreció hallazgos de su atenta lectura de Acción de Gracias. Hizo hincapié en la organicidad del conjunto, que no permite ser leído a saltos, así como en la dimensión esperanzada que animaba el final. En efecto, existe una voluntad estructural con final abierto. Los tres primeros poemas actúan como pórtico. “Poética” adquiere su reverso en “Antipoética”. Como si fueran las dos caras de una moneda, la autora se desdobla en el ceremonial de la escritura, observándose desde los ojos de la Pitia (la poeta) y desde el espíritu invasor que la posee (la poesía misma). En “Telar”, despliega la tela de araña de un génesis oscuro, en el que la paciencia de Penélope se ofrece como máscara y autodefensa. Tras estos compases introductorios, Ana de la Robla se lanza al corazón de la catástrofe. Mujer de riesgos, la poeta oscila entre el recuerdo de la inocencia devastada de junio y el luto invernal que cierra sobre sí su pálida blancura. Los poemas no obedecen a una estructura lineal sino a un orden casi contrapuntístico, donde el dolor se adelgaza para volver a incorporarse. “Son las caídas hondas de los Cristos del alma” que dijera Vallejo. Se trata de una poesía que camina hacia su Gólgota, una poesía intensa en difícil equilibrio, que vive en la apremiante existencia de los avisos tardíos. Como lectores, llegamos siempre demasiado tarde: los platos aparecen rotos, bajo la mesa los desperdicios recuerdan pasados banquetes. La muerte acecha, protege su “zona de incertidumbre”, mientras sus pasos (o los de Robert Walser) custodian con ternura un secreto escrito sobre la nieve.

Sobre ACCIÓN DE GRACIAS, por María Jesús Ruiz

Después de seis años de silencio poético tras Naturaleza muerta, y a mil kilómetros de distancia de su ciudad habitual de residencia, ve la luz el último poemario de Ana Rodríguez de La Robla. No sé si es Cádiz el espacio en el que Acción de gracias se gestó, o si siquiera nació allí total o parcialmente, pero es indudable que ése es el espacio y el tiempo al que Acción de gracias pertenece. El análisis nítido, riguroso y erudito del prólogo firmado por Jaime Siles define con precisión el espíritu del poemario y se detiene, también, en sus habitantes (Gamoneda, Adriano, Píndaro, Esquilo…) y en sus ecos (Ungaretti, Montale…), identificados magistralmente por el catedrático y poeta valenciano. Hay, no obstante, en este poemario algunos otros habitantes, los del corazón y la memoria, que han tejido estos versos y a los que podría presentar uno por uno, en riguroso orden alfabético, a saber: amor, angustia, barbarie, derrota, deseo, desesperanza, esclavitud, esperanza, liberación, lucha, melancolía, memoria, soledad, sufrimiento y tiranía. Conocí a Ana Rodríguez de La Robla en el verano de 2005, en el Puerto de Santa María, en el marco de unas mesas de trabajo sobre gestión cultural, en donde ella arrancaba explicando de forma sistemática cómo proceder en las empresas culturales, y terminaba proyectando en un powerpoint un poema lúcido y emocionado sobre la cultura. Extraño, podría pensarse. Sin embargo, al abrir hace unos días la primera página de Acción de gracias y encontrar la cita de Huizinga (una de las tres que presiden el poemario) pude comprender lo que en aquel momento sólo me conmovió. “De no querer entregarse a una dura barbarie, era necesario encajar los sentimientos en formas fijas” refiere Huizinga en Homo ludens, un libro luminoso y académico, poético y riguroso, intuitivo y sistemático. Homo ludens explica el paso del estado primordial del individuo en la Edad Media (el espanto de la muerte, el temblor del amor) a otro estado primordial encauzado por el juego y la canción, por esas “formas fijas” que nos permiten –si instalamos en ellas los sentimientos- perder el miedo. El ser humano que explica Homo ludens es el que renuncia a la batalla que sabe perdida, la que lo desangra, y renuncia a todo triunfo que suponga la muerte del otro, consciente de que eso no va a proporcionarle la vida. Por eso las palabras del "Réquiem" de Rilke que Ana convoca para emparejar la cita de Huizinga son tan perfectas, tan reveladoras de que el miedo de cada uno, en cada vida, sólo puede ser calcinado por una estrofa que organice los temores: “¿Quién habla de victorias? Sobreponerse es todo”. Acción de gracias reivindica así el luto despreciado por la modernidad, el luto blanco del rito y del responso, el que da consuelo no por simple agotamiento del llanto, sino porque –tomándose su tiempo- ordena la memoria, organiza los sentimientos y orienta el dolor hacia una “forma fija”, una canción con metro y ritmo propios que deja hecho trizas el espanto ante la muerte. Con absoluta coherencia, los tres poemas que abren Acción de gracias sitúan esa experiencia universal en el modo de oficiar y de sentir particular de la autora, y en su tiempo específico. “Poética”, “Antipoética” y “Telar” son así la tesis, la antítesis y la síntesis del proceso vivido, y el hogar poético en el que hay que entender que se han cocido los demás textos del libro. “Poética” está edificado sobre las rejas del estilo, desnudas de memoria, hábiles para acoger en todas las sintaxis posibles lo que nos conmueve. “Antipoética” habla del color, del olor, de la sangre y de la saliva, tan inaprensibles siempre. “Telar” da la solución, ordena los vendavales y encauza las corrientes. Es un poema que detalla ese viaje de un estado primordial de abatimiento a otro de lucidez: el final del luto. Poemario, por tanto, transido de principios fundamentales, asegurado sobre sólidos pilares de reflexión, consciente hasta la última coma. Y sin embargo, poemario privado, a ratos onírico, diario casi sonrojante de una intimidad desde la que cualquier otro poeta, al caer en ella, daría al traste con el sentido virtual de su literatura. El milagro, aquí, es convocar a Haendel, a Robert Walser o a los esdrújulos latinos sin que los renglones de la historia nos velen el descubrimiento del poema. Y convocar, a la vez, la propia conciencia de saberse santa y perversa, noble y mezquina, asesina y apuñalada, sin que la verdad privada manche con sus secretos desvelados la naturaleza ficticia connatural al texto. Ese milagro lo hace la barbarie, eso que nos llega a la vez que la melancolía del verano infantil (“sangre seca del pasado, calor,/ tal vez infancia”) y que nos estremece dejándonos solitarios en un mundo inmenso (“La soledad del mundo era una playa”). Lo hace también la tiranía, que no es sino la capacidad que le reconocemos al amante cuando su beso es como un relámpago en las venas y su cobardía como un cuchillo sobre la mesa. Lo hace el abandono, que es lo que sentimos cuando despega el avión y la ciudad que dejamos, en un picado cinematográfico, se nos vuelve absurda para la felicidad. La nausea, la sangre derramada y los desperdicios del corazón, que son las sustancias de colores concretos que nos certifican el sufrimiento. Y esta madeja de cosas, ordenadas en el telar de Ana Rodríguez de La Robla, devienen en Acción de gracias: una narración luminosa, triunfante en el sentido que Rilke da en la primera página a las victorias, que podría tener como colofón –para mí lo tiene- un verso de no recuerdo quién pero perfecto: “Todo lo que perdí me pertenece”. Por eso Acción de gracias no es un libro triste, sino un manual de supervivencia en el que quien escribe (turista accidental, como todos) ha tenido la fortuna de celebrar en “formas fijas” las necesidades primarias que a otros atormentan: ser, vivir, amar y sobreponerse.

Sobre ACCIÓN DE GRACIAS, por Fernando Llorente

FULGORES

Es cierto que en Cantabria no escasean los actos culturales en sus diferentes modos de expresión. No es menos cierto que sí escasean los actos culturales con protagonismo cántabro. Que hace unos días haya llegado a las librerías de Santander el último poemario de Ana Rodríguez de la Robla (en adelante Ana) es en y para Cantabria un acontecimiento cultural de primer orden, que estas líneas quieren celebrar. Acción de gracias es su título. Ha sido editado por el Servicio de Publicaciones de la Diputación de Cádiz, y fue presentado el día 10 del pasado mes de mayo en esa ciudad. Los 32 poemas que componen la obra están prologados por el profesor, crítico literario, y también poeta Jaime Siles, quien cumple su cometido con pulcra profesionalidad, desde una perspectiva profesoral y crítica, reservando para Ana el lugar que como poeta le corresponde, que el prologuista reconoce, y así lo manifiesta sin reserva alguna. Carlos Bousoño tiene dicho que poetas hay pocos y que los que hay lo son pocas veces, por lo que bastaría serlo en un verso para erigirse en poeta siquiera por una vez. Pues bien, Ana es una escritora –de larga trayectoria en corto tiempo, y de muy variados intereses literarios- que, cuando escribe versos, todos y cada uno de sus poemas rezuman la poesía de la que están ungidos, sólo comparable, en el ámbito de la poesía en Cantabria, tanto en la pulida belleza como en la consistencia de su palabra, a la escritura poética de Ángel Sopeña, a la que Ana dedicó un estudio publicado en 2002, Escrito sobre el agua. Claves para una antología poética de Ángel Sopeña, y junto al que ocupa lugar destacado entre los no pocos, y de meritoria obra, poetas cántabros vivos, y aun entre los poetas muertos cántabros, algunos redivivos en Fundaciones con su nombre. El último libro de Ana toma el título de un verso del poema “Islas”, que el prologuista no atiende entre las 16 composiciones a las que se refiere de un modo explícito. Mientras que para el parecer autorizado de Jaime Siles el poema que abre el libro, “Poética”, supone la expresión en la que se cifra el poemario, este lector, que no crítico, considera que es “Islas” –y no sólo porque en un título se sustancian los contenidos, que también- el poema en torno al cual se articulan los demás, y al que desembocan, sin perjuicio de que cada uno de los poemas respire de su propio aire, se ilumine con su propio rayo, resuene tras su propio latido, arda en su propia llama, como no podría ser de otro modo en un libro de poesía que lo sea. Y Acción de gracias lo es. Se confirman dos obviedades: una, que es un ejercicio vano tratar de explicar la poesía que, cuando lo es, habla de modo diferente a cada lector, siendo así que todos participamos de los mismos fulgores; otra, hermanada con la anterior, que no se puede saber cuántos poemas escribe un poeta cuando escribe uno. ¿Cuántos libros ha escrito Ana al escribir Acción de gracias? Por lo tanto, no voy a glosar aquí la mitad del poemario al que el prologuista no hace referencia directa, pues no pasaría de ser la glosa de uno, el mío, de los muchos libros que ha escrito, además del suyo, Ana. Pero no lo voy a hacer, además, porque en Acción de gracias, como en su anterior poemario, Naturaleza muerta, el aire que los vivifica, el rayo que los atraviesa, la llama que los consume, el latido que marca el ritmo de sus versos son los elementos naturales que conforman la emoción que los alumbró desde un bullir de las entrañas, un clamar de los sentidos, un sentir del pensamiento, un pensar del sentimiento, que dejan entrever, tras las fulgurantes veladuras verbales, el ser y el estar de Ana en el mundo, tanto emocional como intelectualmente. Podría pensarse que lo dicho vale para todo libro de poemas, que hay muchos. Pero, no, sólo vale para libros de poesía, que hay pocos. Tengo escrito que una emoción es un tumor en el alma al que el poeta extrae unas palabras para practicarles una biopsia. La poesía se hace con palabras, sí, pero con palabras enfermas de emoción, anomalía que ofrece síntomas varios: el de la soledad, el del amor, el de la esperanza, el del desamor, el del olvido, el de la desesperación, el del vivir, el del desamparo, el del desengaño, el del morir, el del miedo, el de la pérdida… trastornos del alma, que la palabra poética diagnostica y trata para aliviar la calentura. Así, un poema es un estado de convalecencia del alma –acaso también del cuerpo- bajo la vigilancia de la palabra… poética. En Acción de gracias la palabra reúne casi todos los fulgores de la emoción, a los que atempera, a la vez que los mantiene ardientes. Es, ante todo, palabra elegante, exquisita, que esculpe páginas transidas de conmovedora belleza; es palabra nítida, transparente, ella misma el velo con el que se protege; es palabra culta, que supera la anécdota, para ennoblecerla, no para elevarla a categoría; es palabra solidaria, incluso piadosa, que se trasciende a sí misma en busca de otra palabra menesterosa; es palabra justa, que no condena y aspira al olvido, sin ajuste de cuentas; es palabra tiernamente apasionada, atravesada de vivencias estético-eróticas; es palabra curativa que extirpa el tumor para, paradójicamente, mantener la emoción viva; es palabra frágil que se crece en la derrota, no la arrumba la nostalgia; es palabra tensa entre la memoria y el olvido, entre el tener y el perder, entre la vida y la muerte; es palabra esperanzada, que no se hace ilusiones; es palabra solitaria, que no rehúye el aislamiento; es palabra gozosa que celebra su existencia; es palabra intensa, que relaja el espíritu; es palabra clara al filo de la sombra y es a la vez palabra turbia en proceso hacia la luz; es palabra sin tiempo, que pone a su servicio los modelos clásicos, para su mejor nitidez y su mayor firmeza…es palabra inevitable, necesaria, por más que a ratos no confíe en su eficacia. Tampoco voy a exponer aquí, dejando desvalidos los poemas –algo tan del gusto de los críticos-, los versos sueltos en los que la palabra enfebrecida se me ha revelado en sus varios fulgores. Y no lo voy a hacer porque ese es oficio íntimo de cada lector, que encontrará un fulgor allí donde más le duele, donde más le escuece, donde más le pica, ya que es palabra, en fin, de acción de gracias, que insufla serena turbación en esa hora sagrada del reposo que sigue a cada batalla, ganada o perdida –ganada y perdida-, mientras la guerra continúa.

Sobre ESCRITO SOBRE EL AGUA, por Fernando Llorente

ANA Y ÁNGEL

Ana es Ana Rodríguez de la Robla, historiadora, filóloga, ensayista, traductora, articulista, conferenciante, y poeta galardonada. Ángel es Ángel Sopeña, filólogo, profesor de Literatura, y poeta, también galardonado. Ana y Ángel comparten un amor por el Mundo Clásico, raíz desde la que crecen y savia de la que se alimentan, en gran medida, sus respectivas obras poéticas.
Ana es la autora de un libro, su último libro publicado, Escrito sobre el agua, un libro sobre la obra poética de Ángel. No se trata de un libro “de” Ángel, como en más de una ocasión he oído, sino un libro “sobre” la poesía de Ángel, pues, de otro modo, ¿cómo podría ser Ana su autora? El libro, que se presenta hoy en el Paraninfo de la Universidad de Cantabria, lleva el subtítulo de “Claves para una Antología Poética de Ángel Sopeña”.
Si bien la metáfora es manida, el agua es presencia recurrente en los versos de Ángel, sobre los que chorrean imágenes de dolida belleza, con frecuencia serena, nunca exaltada, hasta perderse en el éxtasis de la niebla, De igual modo se cuela, en los poemas de Ángel, el viento en todas sus intensidades y desde todas las procedencias, con preferencia del Sur, hasta transustanciarse en música, a la que el agua presta sus notas. No podría haber sido más acertado el título del libro de Ana. Y lo mismo puede afirmarse del subtítulo: cumple con el objetivo de guiar al lector por las sendas diáfanas –ascendentes-, unas veces; otras, espesas –descendentes-, que transita la poesía de Ángel, poesía que es el objeto de la consideración de Ana. Hace algún tiempo ya ofreció Ana un avance de su estudio, ahora publicado, a cuantos asistimos, en el Ateneo de Santander, al acto de homenaje que, por parte de los responsables de la Biblioteca Poética “La Sirena del Pisueña”, se rindió a Ángel, y en el transcurso del cual se le impuso la Sirena de Plata.
En el libro que hoy se presenta aplica Ana un esquema de trabajo similar al que ajustó su espléndido estudio “La mujer en la epigrafía métrica latina. Prototipos en piedra de la Antigüedad”, publicado en el año 2000. En él, sobre una impecable traducción del latín de inscripciones funerarias en verso, y en la que lo literario se aviene con la literalidad, lleva a cabo una exégesis por la que informa, de modo tan riguroso como placentero para el lector, acerca de la varia condición de la mujer en el Mundo Clásico, tal como ellas dejaron constancia de sí mismas en sus epitafios.
Si en esta joya literaria, bañada en belleza con engarces de perlas sociológicas, zafiros emocionales y brillantes líricos, Ana nos redescubre lo que aquellas mujeres descubrieron cuando ya las cubría la tierra, en Escrito sobre el agua, Ana, sin rasgar, pero tampoco sin descorrer el velo tras el que Ángel gusta de resguardar al sujeto poético, disecciona su transparencia para dejar entrever un alma que toma cuerpo cuando Ángel le pone voz, la suya, una voz que no disuena con la propia voz poética de Ana, sin que por ello dejen de ser dos voces propias.
De toda la obra poética de Ángel, publicada hasta hoy, tanto la recogida en libros como la dispersa en distintas publicaciones, toma Ana unas muestras, libro por libro, fragmentos de poemas, de los que se sirve, y a los que sirve, para cubrir un recorrido de encuentros y desencuentros de Ángel consigo mismo, sin otro báculo que la musical palabra para sostenerse a lo largo del trayecto vital que ora torturan, ora alivian sus versos. Seguir la poesía de Ángel acompañado por la palabra de Ana es como entrar, con una linterna en la mano, en una cueva, de la que se sale sin haber visto la cueva, pero con el alma impregnada de los vestigios que expresan, fuera del tiempo, un vivir que es, sin embargo, prisionero del tiempo.
En la segunda parte del libro, pertrechada de la guía que le ha proporcionado la primera parte, Ana introduce al lector en una Antología de la obra poética de Ángel que, en principio, puede considerarse un tanto abultada, y que bien podría haberse aligerado, sin perjuicio para la obra de Ángel, no incluyendo los poemas a los que, si bien fragmentados las más de las veces, Ana presta especial atención en la parte primera, con el fin de articular un sentido unitario en el ir y venir de uno a otro de los libros de Ángel. Pero, un momento después, no sólo se ve la conveniencia de la amplia muestra, sino también la necesidad, por cuanto no todos los poemas de Ángel se encuentran ya fácilmente al alcance de los lectores, lo que supondría una pérdida si no fuera porque queda reparada en el libro de Ana.
Quizá con el libro de Ana ni ganen ni pierdan nada los poemas de Ángel. Pero, sin duda, quienes sí nos beneficiamos somos los lectores de la poesía de Ángel, es decir, de la poesía. Deuda que, desde hoy, contraemos con el libro de Ana, poeta.