martes, mayo 16, 2006

Sobre LA SOMBRA SOSTENIDA, por Lázaro Álvarez

(En El Universal, Caracas, 30.10.1998)

Como “turnos de rueca”, la escritura poética de Ana Rodríguez de La Robla desgaja y trama no sólo una ciudad interior “de puentes irisados y cálidas/ veneras”, sino además, y esencialmente, el espacio de un nombrar en cuyo aliento se materializa la tensión de una lucha también fundamental: el de la posibilidad de un lenguaje nuevo ante lo real, es decir, el de la representación como un acto supremo de liberación.
La escritura de La Sombra Sostenida es asumida como un frágil tejido o una leve “textura” cuyos avances se trenzan bajo el impulso legítimo e imprevisible de la fuerza de una experiencia vital, venida de la hondura con que se sella internamente esa experiencia, más que de las evidencias de una biografía banal. “Rota” o “feliz” en breves ribetes insistentes o en los amplios avances de un reflujo que se mueve como en círculos de agua, su palabra nos acerca a un rumoroso lugar donde confluyen, de un modo muy suyo, tenacidad y ternura. Textura ésta que prefiere el recorrido delicado de los límites de una memoria (y de una fe amorosa) que intuye y siente y que, prevenida y en estoica vigilancia, se desvía gozosamente hacia las estancias menos vislumbradas de ella misma, como por íntimos e ignotos parajes.
El suyo es el espacio singular que quiere la poesía de siempre: ardiente espacio de lo íntimo, lugar del ser donde la sombra de la ausencia del amor es la ausencia de la realidad. Las luces y las sombras de lo que vivimos son las figuras de la mítica caverna engañosa pero, también y al cabo, las marcas más propias y las señas más entrañables de lo que somos. Así, escribir es hacerse (y deshacerse). Sombra de lo que somos: creación y artificio que nos vela y desvela, la imagen y lo que la imagen ilumina: “Luna,/ álabe cerrado que rasga/ mis sombras,/ calando lenta, honda-/ mente en su tersura./ Eres llaga amenazante, sola/ espuma/ que ofrece, con falsa/ claridad su rosa/ de fría y sólida ceniza impura.”
La manera en que se hace lenguaje esta experiencia es la de una aventura verbal que desconoce por amor absoluto el propio objeto, y que en esa cierta inocencia del nombrar tiene sus riesgos y, al mismo tiempo, sus posibilidades de cobrar hallazgos por lo mismo inéditos y válidos. Y estos riesgos, quizás, están en la posible o momentánea pérdida de ese equilibrio sostenido esencialmente por la pasión distanciada y elegante y en el exceso de lo artizado que extravía el otro hilo: el de la conmovedora veracidad de lo vital.
Sin embargo, lo que aquí se incorpora, se materializa y resuena finalmente como concreción verbal, es una lucha amorosa de la significación que se obliga a una forma: “aventura de ciegos” hacia la visión profunda, delicadezas que se recobran con rigor, roces que se anotan con fina precisión y penumbrosos rasgos que se trazan como límites nítidos de la palabra.