martes, mayo 15, 2007

Sobre ACCIÓN DE GRACIAS, por Jaime Siles

(PRÓLOGO A ACCIÓN DE GRACIAS)

Siempre he creído que a los buenos libros los prólogos les sobran tanto como la ropa a una bella mujer. Si ésta se la pone es para homenajear no a algún voyeur sino a algún modisto, que es lo que suele sucederles a algunos prólogos y a algunos libros a veces también. No es éste el caso, porque no soy modisto ni Acción de gracias necesita ningún intermediario ni ninguna campaña de publicidad: se basta por sí mismo para evidenciar su muy compacta solidez. Consiste ésta –como toda belleza que de verdad lo sea– en un enigma que no resulta fácil definir. Su autora recurre a Píndaro para sugerirlo y dedica un poema –“Poética”– a desarrollarlo. Ese poema resume –me parece– todo el libro en sí: tanto que necesita otro, significativamente titulado “Antipoética”, para completarlo. Una casi velada alusión a la esposa de Ulises –cifrada aquí en el signo que, como metonimia, la representa: el telar– sirve para indicar la tarea no menos “feraz” y “femenina” que la que realizaba Penélope en el suyo: la de la “trampa mortal escandalosa, de escribir”; porque de eso –de las múltiples formas de escribir– es de lo que este libro trata: de la “sangre seca del pasado”, del “calor” y de las distintas percepciones de la infancia. Pero todo eso no aparece dado de una sola vez sino que se va abriendo paso poco a poco, sin llegar a desvelarse nunca por completo. Por eso forma un aura de misterio engastada en una elegante y ligera opacidad: la de “Medusas”, por ejemplo, que en vez de seguir el falso y fácil ritmo impuesto por la anécdota, opta por otro mucho más profundo que profundiza la visión de lo real y, como en el hermetismo de Montale, deja en suspenso el inestable universo de las cosas. Y ello, en situaciones y con objetos inscritos en la cotidianeidad.
Hay algo italiano en esta poesía: algo que, como en “Memoria de domingo”, sólo en el primer Ungaretti o en el último Manuel Machado se puede encontrar. Ese algo tal vez sea el “daguerrotipo azul de la memoria”, que admite en él y en ella las más diversas interpretaciones –¿o son manifestaciones?– de lo real: como la del poema “Lápiz en la nieve”, escrito en verticalidad verbal de estirpe vanguardista, que recrea la muerte del escritor suizo Robert Walser y que es el más innovador de todo el libro, porque su disposición gráfica no es en modo alguno caprichosa sino que viene exigida por el tema tratado y, más aún que por uno de los principales motivos de éste, por lo que constituye su motor en sí: la línea negra de la muerte fónicamente articulada sobre la nieve blanca, que no es el “papel vacío” que era la página para Mallarmé y que Ana Rodríguez de La Robla recoge en “Tiempo libre”, pero sólo allí y no en éste que –como digo– recrea el paseo último de Walser bajo la nieve invernal de Herisau. Es un poema que podría y podrá identificarla, porque su idea del texto y de la vida está explícitamente expuesto allí. A mí me parece un poema visible –y, por ello, vivible– en el que la escritura tiene dinamismo de partitura musical. Su movimiento hacia abajo es el que me interesa, porque recuerda al de los saltimbanquis de Picasso que tanto atrajeron la atención de Rilke, primero, y de Zagajewski, después. Por eso me atrevo a suponer que es un poema del que se hablará. Y, si no se habla, no será por él sino porque nuestra poesía o quienes creen serla están en paro mental.
La escritura de Ana Rodríguez de La Robla tiene un arranque gnóstico, patente en su idea del nombre y del nombrar, que, más que con lo gramatical, puede relacionarse con lo erótico. Pero ello no le impide ni la práctica del poema visible ni la escritura del poema-visión, como “El asesino”, ni tampoco esa indagación en lo mistérico del tiempo que expresa “Tiranía” con sus horas largas y perfectas. Ningún poema tiene otro patrón que el de sí mismo. De ahí la ausencia de monotonía en esta obra regida por el continuo reto de la realidad y por el desprecio de todas las modas y recetas de lo fácil. Rilke, Píndaro, Esquilo aparecen aquí por derecho propio: todos ellos son puntos de la línea en que se apoya esta tradición que no reniega de la “terrible luz / que arroja odio/ donde fértil se alojaba la muerte más oscura”. Hay aquí ese sonido raro que la tragedia ática sabía descubrir en las palabras, pero no como una reminiscencia arcaica o arqueológica sino unido a lo que Apollinaire y Alfonso Costafreda habían objetivado en sus poetizaciones del Pont Mirabeau. Aquí no se alude a todas ellas sino que se las resume en lo que Michaux dice a propósito del suicidio en el Sena de Celan. Y, ya que hemos citado el nombre de éste, conviene decir que no es la metapoesía lo que se invoca sino la imposibilidad del hecho mismo del lenguaje de lo que se trata: “Mesa Estéril” lo aclara muy bien al referirse al deseo de “ser materia/ imposible en las palabras”. No es ésta una poesía de celebración sino –como la de Gamoneda– de conciencia de la pérdida. De ahí su carácter agónico-existencial, que ejemplifican el casi nihilismo salvado por la piedad en “Vela” y la iluminación esperanzada de “Nueva Estación”, donde puede adivinarse un nuevo tipo de poema, más económico desde el punto de vista lingüístico y, por ello, más intenso también.
Pero, como si no quisiera fijarse en el fácil soporte de una horma, abandona el modelo para inaugurar otro –el de “Ciudad para fagot, cuerda y continuo”– en el que, más que la realidad, aparecen sus fantasmas: las máscaras que “aguardan en el limo/ su turno de fulgores apagados”. Los poemas que siguen vuelven sobre temas propios del simbolismo, como “La Ventana”, o se mueven en un plano muy próximo a los niveles menos sórdidos del feísmo finisecular, aunque actualizado de modo diferente, como en “La Escena”. El poema de Adriano transmitido por Elio Espartiano –cuya pervivencia estudié hace casi veintisiete años en otro lugar– es recogido en “Desperdicios”, y con un verso que puede resumir tanto como explicar el cambiante juego de sus formas: El corazón no se asemeja a nada.
Este libro, tampoco: es una rosa perfecta como la de su rotundo y resonante redoble final. Poesía exacta, pero agónica; moderna, pero helénica; clásica, pero vanguardista; gnóstica, pero erótica... y, sobre todo, vida cristalizada cuyos reflejos estos poemas vuelven a reactivar. Poesía de pensamiento, pero con la filosofía no explícita sino incorporada es lo que esta incesante investigación en las distintas posibilidades de las formas transparenta: una poética de la insatisfacción que exige una desesperada búsqueda de modos de serse en su decirse. Lo que le hace no tener un domicilio formal fijo sino moverse por diferentes ámbitos en los que intenta encontrar un espacio de existencia más que de revelación. Por eso no es retórica sino poética lo que leemos aquí. Ya dije que a los libros les suelen sobrar los prólogos, y a éste de Ana Rodríguez de La Robla mucho más. Les ruego tanto a ella como al lector que disculpen el mío.

viernes, mayo 04, 2007

Sobre ACCIÓN DE GRACIAS, por Darío Fernández

UT MUSICA
Dicen que la música empieza donde termina la palabra, aunque uno, que ni escribe ni compone, pero se mueve permanentemente entre fusas, corchetes, frases y corcheas, no acaba de ver clara esa división. Pienso que quizá mi astigmatismo también lo es mental y que algo se me escapa, pero me consuelo pensando que tampoco soy el único: Mendelssohn, que de música sabía un rato, escribió Romanzas sin palabras porque creía que éstas, más que revelar, ocultan la verdad de los sentimientos más íntimos y profundos y, más que aclarar, confunden, lo que no deja de ser otro desorden romántico, aunque no falte quien de buena fe así lo crea.
Decía que nunca he visto clara esa división y cuando leo Acción de gracias de Ana Rodríguez de la Robla, pues la verdad, menos aún: me ocurrió la otra noche al leer "Lápiz en la nieve" mientras escuchaba el Quinteto para piano de Schumann; a lo mejor fue simplemente por cansancio, pero de pronto sentí –o me pareció sentir- que lo que en realidad oía era una voz –no sé de quién- leyéndome sus versos en una de esas experiencias que los psicólogos llaman sinestesia. Ayuno como estaba de productos psicotrópicos, repetí la experiencia al día siguiente y la sensación se reprodujo con la misma intensidad; puede que fuera por pura y simple autosugestión; no sé, pero creo que la razón de tal fenómeno se encuentra en la propia naturaleza de la poesía de Ana Rodríguez de la Robla –de quien hasta ahora sólo conocía sus agudas críticas teatrales-, aunque si me paro a pensarlo, su aliento me recuerda más al expresionismo vanguardista de Schönberg y la continua tensión-distensión de Noche transfigurada que al romanticismo anhelante de Schumann.
Me pregunto si la autora, de cuya melomanía queda constancia en "Medusas", "Embraceable you" y "O dolorosa gioia", convendría conmigo en este parentesco, pues parece que le atrae más la figura de Bach, Händel o Gesualdo y la cristalina claridad de sus texturas, casi en las antípodas de Schönberg, pero olvidémonos de los nombres y volvamos al asunto: sí, es cierto lo que dice Jaime Siles en el prólogo precisamente a propósito de "Lápiz en la nieve" -“la escritura tiene dinamismo de partitura musical”- y también lo es que Acción de gracias rebosa musicalidad, pero, parafraseando a Fernando Llorente en su magnífica reseña, ¿podría ser de otro modo en un libro de poesía que lo sea? No, no parece pues que hayamos descubierto lo que de extraordinario hay en sus versos –algo para lo que, por otro lado, no me considero capacitado-, pero sí me gustaría subrayar ese valor que tantas otras veces se supone más que se percibe y apuntar otro, aún más evidente: su fantástico poder visionario, el inagotable torrente de imágenes que se suceden mostrándonos ríos de sangre, arroyos de que surcan paraísos inhóspitos y paisajes asilvestrados por los que se deslizan serpientes y los supervivientes de la barbarie luchan por mantenerse en pie. Ni William Blake lo hubiera pintado mejor.