miércoles, junio 03, 2009

Sobre LA ÚLTIMA PALABRA, por Regino Mateo

Revista de Cultura QVORVM, 6 (junio 2009)

Qué difícil resulta siempre enfrentarse a un texto ajeno, a un poema escrito por otras palabras, por sueños diferentes, por caminos de un lenguaje que no es nuestro. Las lenguas aprendidas difícilmente dejarán de ser eso, un aditamento al bagaje espiritual y conceptual que aprendimos desde la cuna y que tanto condiciona nuestras propias estructuras intelectuales. Igual que nos reconocemos parte del universo de quien utiliza nuestras palabras (“La sangre de mi espíritu es mi lengua / y mi patria está allí donde resuene” nos escribió Unamuno), penetrar en un texto perteneciente a otra lengua tiene siempre algo de aventura arcana. Y traducirlo, traicionarlo, verterlo en el vaso diferente siempre supone riesgo y tantas veces calamidad. Un problema que a menudo me he encontrado en las ediciones de poesía clásica más al uso es que los transmisores son plumas de alto reconocimiento como especialistas en latín o griego, pero que tal vez no dominen a la vez las sendas de la poesía en castellano, de tal manera que a la vez que apuestan por una traducción precisa, filológica, exacta, científica, en esa misma decisión asumen la desaparición del alma, tanto que el rigor académico deviene en un acentuado rigor mortis. No es fácil encontrar versiones en las que el poeta, el que ama la poesía, el que la ha descubierto entre sus propias necesidades, sea a un tiempo conocedor profundo del idioma original, versiones en las que en definitiva se nos permita acceder a una música nueva para el texto clásico en las que las palabras encontradas sean capaces de esparcir el perfume de las antiguas sin por eso dejar de aletear como pájaros vivos. Así ocurrió con interpretaciones tan memorables como las aproximaciones de Fray Luis de León a Horacio.
Y así ocurre con los epitafios que ha recopilado y versionado para Icaria Ana Rodríguez de la Robla en un libro esencial y todavía caliente, recién sacado del horno. Y es que Ana aúna la formación académica en los ámbitos de la Historia, la Filología y el Derecho con la hermosa y profunda realización de su propia escritura, estudiosa y exploradora del. lenguaje a un mismo tiempo. Razones más que suficientes para que acabara cuajando en libro parte del trabajo que iniciara con su tesis doctoral. Razones más que suficientes asimismo para que uno venza el pudor que siempre supone enfrentarse a un texto escrito por una amiga y escriba esta reseña sabiendo que la amicitia (que dejo confesa) con la autora no impedirá la objetividad: y es que es justo alabar un libro espléndido, lo firme quien lo firme.
La última palabra nos hace viajar de la mano de un Orfeo cargado de palabras hacia el reino de los muertos en un viaje que tiene como misión rescatar los versos que quienes se quedaron de este lado dejaron sobre la piedra para rendir homenaje de amor a quienes una vez quisieron. Siempre la muerte nos deja mudos, atónitos, siempre solos e incapaces de reaccionar, siempre intentando a un tiempo ocultar su presencia, desdeñar el cuerpo inerte, y hacerlo vivir eternamente en la memoria del corazón. Esa necesidad de no desprendernos de nuestro paisaje humano, social, es la que nos empuja a construir ritos que den forma a la permanencia de nuestros muertos entre nosotros, y esa misma necesidad la que da sentido y origen a un género tan rico, tan querido por los clásicos como el del epitafio. Porque imaginativos, ricos y variados son los epitafios reunidos por Ana Rodríguez de la Robla en las diferentes secciones del volumen (Puella insolita ... optima uxor, Gaudium vs. Dignitas, Mors inmatura, Cotidie, Ars Moriendi, Viator y Amor et amicitia) por los que van desfilando los reconocimientos, elogios, lamentos, fragmentos de vida cotidiana que hoy como ayer nos permiten evocar a nuestros seres queridos; esposas, hijos, jóvenes, escenas cotidianas, posición social van trabando así un entramado cubierto de una melancolía invernal y gris que nos llena de ausencia, que nos inunda de estoicismo y nos hace omnipresente la invitación a vivir y continuar la senda que nos llega desde el otro lado de la lápida.
Quizá lo más sorprendente y atractivo de los epitafios sea una de las propias convenciones del género, la idea de un diálogo a dos vertientes en las que el muerto entabla conversación con los vivos, con todos los vivos, y consigue así labrarse una especie de misión de consejo, admonición, recordatorio o fatalidad. El propio epitafio nos dará las pautas, escuetas pero suficientes, de la historia que truncara la muerte, y suficientes datos así para poner rostro, nombre y estado a nuestro interlocutor: pudo ser una mujer virtuosa dedicada a la ocupación propia de las matronas de tejer la lana, pudo ser un muchacho arrebatado en plena floración, una niña cuyos sueños quedaron truncados, un hombre cubierto de honores y ya con la vida bien cumplida. Y de cada uno de ellos aprenderemos una lección y aprehenderemos un alma, bien guiados por la mano de Ana Rodríguez de la Robla, de pronto revestida con la túnica espectral, a la manera del padre de Eneas, para guiarnos de la mano por las miradas oscuras de los muertos. Tanto en el exquisito y pertinente prólogo como en la edición bilingüe de los poemas que se nos presentan limpios, sin notas (un dato positivo en la medida que nos permite acceder con claridad y celeridad a los textos sin las a veces farragosas interrupciones del erudito, de la misma manera que negativo porque nos impide conocer los criterios y aclaraciones que justifiquen una palabra, una interpretación, una resolución no académica de un problema textual). Se trata esta última de una decisión que considero acertada, ya que el libro se publica como una recopilación de poemas fúnebres y no como un tratado filológico. Pero sobre todo porque nos permite disfrutar sin interrupciones de lo que sin duda es la mejor parte del libro.
En efecto, si la cualificación de Ana para enfrentar con éxito el problema de la traducción de unos textos que conoce bien, de un género que domina, queda probada en el libro, me parece que sobre todo pasaremos a disfrutar de la recreación de los originales latinos en el esfuerzo de regalarnos una mirada lírica, musical, cargada de poesía en el sentido hispano y actual del término en el resultado de la traducción. Los versos imaginados por Ana Rodríguez de la Robla son rítmicos, pausados, profundos, siguen de alguna manera las pautas de la poesía latina pero resuena con gravedad actual, aprovechando con sabiduría las oportunidades que la retórica y la métrica le ofrecían para alimentar y cargar de emoción y sentidos transversales el original romano. Perlas de sabiduría (“Estando bien de haberes y salud, amigos/no te han de faltar, y si otro caso se diera,/extranjero serás en Roma o fuera de ella”), declaraciones de independencia y orgullo femenino (“Cierto es que hilé mi vida como quise; /nunca nada debí a nadie, viví /según la lealtad me aconsejó”), huellas de amor, de resignación, de dolor y hasta no pocos juegos irónicos han encontrado habitación en esta pequeña reserva de papel y memoria. En este libro que desde ya proclamo imprescindible, amigo lector, antes de que la ceniza te sea leve.

Sobre LA ÚLTIMA PALABRA, por Fernando Llorente

POESÍA DEL SILENCIO

El día 17 del pasado mes de mayo estas mismas páginas [del Diario Montañés] acogieron una, tan extensa como intensa, entrevista a Ana Rodríguez de la Robla, con motivo de la reciente publicación de su obra La última palabra. En ella afirma la poeta, dándole el titular al entrevistador, que “quien no sabe mirar a los clásicos está negando su presente”. El alcance del aserto es limitado, por cuanto lo en él sentenciado sólo puede ser aplicado con justicia a quienes estando en condiciones favorables para saber mirar de frente, dan la espalda a los clásicos. Y no son tantos, cada vez menos. Son ya varias las generaciones de españoles a las que se les ha negado su presente desde que se ninguneó el latín en los planes de estudio. La “Cultura clásica”, asignatura alternativa opcional, de corto recorrido, fue concebida para abortar, privada del soporte de su lengua propia. Como le ocurriría a cualquier cultura.Pero sí debemos darnos por aludidos quienes, pudiendo y sabiendo, adolecemos de escaso interés y/o falta de ganas. Ana ha hecho el trabajo para que, desperezados, nos asomemos al pozo de unas palabras escritas sobre piedra en latín, que ha traducido al español sobre el papel y, así, ha compuesto un exquisito libro que la Editorial Icaria ha tenido el acierto, para mayor gloria de su colección de poesía, de publicar, con el asesoramiento literario de Concha García y Juan Antonio González Fuentes (?).
Si quienes, atentos, además de saber y querer mirar, quieren y saben oír, escucharán el recital de poesía del silencio, que en su descanso eterno ofrecen sin descanso los muertos. A veces con voz que grita la piedra para ser escuchada, siquiera al paso. En Ana y en su obra poética habita la voz de los clásicos, y su silencio. No importa si dicha por egregios personajes o por romanos de a pie. De 60 mortales son las palabras postreras que lamentan una muerte temprana, o que claman venganza, o que reclaman complicidad, o que vieron en la muerte una respuesta a la soledad, o que retan a la muerte con el amor, o que…no voy a entrar en explicaciones, comentarios y precisiones que la propia Ana expone, con distinción y claridad, en el prólogo. Son 60 epitafios, seleccionados por la autora, en los que ha volcado su amplio y solvente saber sobre el mundo y la cultura clásicos, y su depurada y contrastada sensibilidad poética. Pero ni esa sensibilidad ni ese saber habrían salido a flote en la blancura de las páginas navegadas por los restos de 60 naufragios, si Ana no hubiera sabido ni podido sumergirse en los profundos y olvidados pecios del latín. Es también la filóloga que bucea segura entre ellos, con el oxígeno de sus conocimientos y las aletas de su voluntad. Sabe y puede, luego quiere. Quienes tuvieron la suerte de ser instruidos en el latín durante varios cursos de aquel largo bachillerato comprobarán lo que digo. Ana traduce sin cometer traición alguna. No transmite algo que el difunto no quisiera legar. Ni le hurta ni le da. Lo dice de otra manera, no sólo porque lo dice en español, sino, y sobre todo, porque con cada motivo compone un poema, por mejor decir, hace poesía, con palabras tan sencillas como antiguas, fieles a su parentesco. Quienes los lean sin mirar, al menos de reojo, los textos en latín no podrán ser conscientes de la dificultad del empeño, tampoco de valorar cumplidamente el resultado. No sólo no traiciona Ana los originales al traducirlos, sino que los engrandece, engarzando en ellos elegantes matices y alumbrando bellas y sentidas imágenes.Nadie muere del todo hasta que se extingue la última memoria que le recuerda. 60 individuos desconocidos del Mundo Antiguo dejaron sus últimas palabras escritas en piedra para eso, para que alguien se encontrara con ellas, y salvarse del olvido. Con La última palabra Ana Rodríguez de la Robla ha contribuido a abrirles infinitos espacios para la supervivencia. A sus lectores nos ayuda a rescatar nuestro presente

Sobre LA ÚLTIMA PALABRA, por Antonio Torralba

http://experienciasmusicalesyotras.blogspot.com/2009/05/cosas-del-pais-de-los-muertos.html
He estado leyendo estos días un libro hermoso (La última palabra. Icaria/Poesía) de Ana Rodríguez de la Robla. Consiste, en esencia, en una versión castellana de sesenta epitafios latinos en verso. La antología va precedida de un prólogo sencillo y profundo (“Conversaciones más allá de la ceniza”), elaborado al aroma de tres deslumbrantes citas con las que la autora conversa: el “y escucho con mis ojos a los muertos” de Quevedo, los versos de Paul Valéry que están (creo) en el frontispicio del Museo del Hombre de París (“Depende de aquel que pasa/ que yo sea tumba o tesoro. Que hable o me calle”) y cuatro palabras del cuarto cuarteto de T. S. Eliot (“Todo poema, un epitafio”). La casualidad ha querido que, en mi caso, esta lectura (que os recomiendo “vivamente”) coincida con (y quizás se vea enriquecida por) otros desvelos más o menos relacionados con el tema de la muerte como generadora de cultura: la corrección y selección, para una publicación escolar, de textos de alumnos escritos bajo el epígrafe de “Mi obituario” (el obituario de ellos); y meditaciones varias en torno al contenido de una charla ilustrada sobre fotografía de muertos (après décès) de otra amiga amante de estos temas. Digo esto por lo del contexto. Jakobson puso por escrito la evidencia de los seis elementos que intervienen en cualquier acto de comunicación; el contexto, claro, es uno de ellos.Apartadas de las piedras en que fueron grabadas (ellas mismas, las piedras, ubicadas a menudo hoy fuera de contexto), las palabras últimas que la poeta Ana de la Robla vierte con maestría al castellano pierden y ganan cosas: en mayor grado cuantas menos palabras son. La autora (o su editor) ha querido acentuar este efecto omitiendo, salvo en el prólogo, cualquier explicación contextual o de aparato crítico (sólo se le escapa una aclaración entre paréntesis) y ello aumenta casi siempre el tono poético. Al menos, eso me parece en la mayoría de los casos. Pero me surge la duda en otros, como en este epitafio:

De las estatuas repuso los ojos
mientras gozó de salud suficiente.

¿Ganaría o perdería éste con una breve aclaración sobre los fabricantes de ojos? Imagino posibles lecturas aberrantes (no digo que “no poéticas”) motivadas por el hecho simple de ignorar la existencia de este tipo de artesano oculariarius. Es el peligro que acecha a los poemas breves, el “efecto haikú” que explica pormenorizadamente Azúa en la entrada “Metáfora” de su Diccionario de las artes. Por eso quizás hubieran venido bien unas notas. Incluso, ahora que lo pienso, en los casos en que no las necesitan acaso hubieran enriquecido el paseo tranquilo entre tumbas en que puede consistir la lectura de este libro. ¿Quién era este que dice que la muerte vino a librarlo del trabajo de acumular dinero y perderlo en que consistió su vida? Ana ha querido dejarnos solos, como suelen pedir en las películas los que visitan los cementerios.
Por lo demás, del libro sólo cabe decir maravillas. La selección, agrupación y ordenación de los poemas son estupendas; se recorren todos los tonos y los matices que el género ofrece. En su combinación, son más de los que pudiera pensarse. La traducción me parece fabulosa y da la impresión de estar siempre muy meditada. Vuelvo cada tanto al libro, también mientras redacto esta recomendación, y cada vez me parece mejor. Acabo ya citando un poema que me encanta (los sesenta son valiosos) porque me hace imaginar, como en un vídeo, el paso de las estaciones sobre una lápida (a ésta ya no le llueve porque está en un museo, pero bueno):

Verás la primavera regalarte con sus flores.
El verano te rondará con dulce complacencia.
Restituirá el otoño en ti las dádivas de Baco.
Al invierno encomendé que la tierra te sea leve.

Sobre LA ÚLTIMA PALABRA, por Antonio Tello

Cuenta una leyenda que al morir Beda uno de sus discípulos empezó a escribir su epitafio: Hac sunt fossa Bedae...ossa, pero que, agotado por el inútil esfuerzo de hallar el final adecuado, se durmió. A la mañana siguiente, cuando despertó, el monje vio con asombro que alguien, acaso un ángel, había escrito venerabilis. En el epitafio el adjetivo se unió al nombre y así es como aquel espíritu del siglo VII, que Dante reconoció formando una corona brillante (Paraíso, X), ha atravesado los siglos para que lo conozcamos como Beda, el Venerable. Ana Rodríguez de la Robla, poeta, filóloga e historiadora española, ha oficiado de antóloga, traductora y editora de La última palabra (Icaria, 2009), un libro que reúne «los últimos poemas -las últimas palabras- con que un puñado de hombres y mujeres que existieron quisieron se recordados y revivificados», como ella afirma en el prólogo. La palabra, la palabra escrita, se reivindica como último recurso contra el olvido, para quienes han emigrado hacia ese «lugar donde acaba la muerte», como escribió Nezahualcoyotl, poeta, filósofo y soberano de los aztecas. A través de la palabra labrada en la piedra y desde «el firme apretón de la tierra», el difunto apela al diálogo con los vivos -viajeros, caminantes, paseantes casuales- a quienes se dirige en sucintos versos para informar de lo que fue -Aquí estoy enterrada, sierva minúscula. / Me entregué con seriedad a mi deber / de trabajar la lana...-, de la causa que lo arrojó a la tumba - Por seguro ten que aquí me encuentro / -nunca el valor se deja amedrentar- /por vengar a mi hijo, que está muerto-, de los errores cometidos, de la satisfacción de haber vivido o bien, con socarrón humor o ironía, para invitar al ocasional interlocutor a visitar su morada -Escucha caminante, si quieres ven adentro / hay aquí una tabla en bronce que todo lo explica- o simplemente a que no la ensucie -Viajero, en esta tumba no te orines. Con La última palabra, De la Robla nos acerca desde el latín una selección de sesenta epitafios en versos recogidos en la voluminosa Carmina Latina Epigraphica, realizada por Franz Bücheler entre 1895 y 1897 y continuada por Ernst Lommatzsch, según ella misma informa en el prólogo. Es un trabajo serio y riguroso que nos revela el postrer intento humano de resistir la erosión del tiempo, el caer en el olvido, inscribiendo su nombre y, en pocas líneas, lo que su vida tuvo, a su juicio (o de sus deudos), de recordable, para hacer que lo perecedero y la eternidad comulguen en la renovada memoria de los vivos.