miércoles, diciembre 15, 2010

Sobre LA PROPIA HABITACIÓN, por Regino Mateo

Resulta bien difícil para mí hablar de Ana Rodríguez de la Robla con unos mínimos de objetividad. Porque yo a Ana la quiero mucho, porque tengo muchas razones para deberle un largo agradecimiento, y porque hubo un día en el que el mundo, entre otros criterios, se dividió entre quienes le abrieron los brazos a Leo desde el primer segundo, reconociendo su magia y mi felicidad, y quienes decidieron mirar para otro lado, tal vez porque sólo les sirves como amigo cuando eres más desgraciado que ellos. Leo se enamoró de Ana de inmediato, de su sonrisa franca, de su lengua sarcástica, tan afilada como sus deslumbrantes tacones.
Pero es que además me gusta cómo escribe, su lenguaje rico y musical, su despierta inteligencia, la elegancia de sus párrafos, la cultura infinita que exhibe y que le ha ganado algunas inquinas porque siempre es difícil aceptar que otra personas te saque tres cuerpos en la carrera hacia las nubes.
Así que la objetividad comienza al decir que acaba de editar un nuevo libro, en el que bajo el título de La propia habitación recoge pequeños fogonazos de inteligencia, inclasificables, que rozan a veces el poema en prosa para convertirse en observación certera o reflexión exquisita sobre el mundo, el arte y la carne. Continúa aclarando que el libro ha sido editado por Valnera Literaria, y termina constatando que mañana se presenta en el Ateneo de Santander, a partir de las 20:00.
A partir de ahí, sólo puedo escribir que su libro me gusta, que me gusta mucho, y que me interesan sus reflexiones lúcidas y nunca gratuitas. Que viajar de la mano de Ana para mirar un cuadro o escuchar con oídos más atentos una nueva obra de música, que leer desde sus ojos ese viejo o nuevo libro, es desbrozar los misterios de la creación y sonreír sin aviso previo con su certera pluma.
Sí, ya lo sé. En este mundo que se está consagrando al "especialista", a ese sobre el que bromeaba Ortega definiéndolo como "el que lo sabe todo de nada", chirría que una mujer como Ana de la Robla se atreva a hincar el diente en campos tan diversos, encantados de poder sorprenderla en uno de sus escasísimos renuncios. Pero Ana es de la estirpe humanista, incapaz de negarse a un placer o renunciar a una sola de las ventanas que su espíritu abierto necesita para seguir respirando.
Y por eso su habitación, tan privada, tan propia, es también la habitación de muchos.
Mañana nos veremos.

miércoles, junio 03, 2009

Sobre LA ÚLTIMA PALABRA, por Regino Mateo

Revista de Cultura QVORVM, 6 (junio 2009)

Qué difícil resulta siempre enfrentarse a un texto ajeno, a un poema escrito por otras palabras, por sueños diferentes, por caminos de un lenguaje que no es nuestro. Las lenguas aprendidas difícilmente dejarán de ser eso, un aditamento al bagaje espiritual y conceptual que aprendimos desde la cuna y que tanto condiciona nuestras propias estructuras intelectuales. Igual que nos reconocemos parte del universo de quien utiliza nuestras palabras (“La sangre de mi espíritu es mi lengua / y mi patria está allí donde resuene” nos escribió Unamuno), penetrar en un texto perteneciente a otra lengua tiene siempre algo de aventura arcana. Y traducirlo, traicionarlo, verterlo en el vaso diferente siempre supone riesgo y tantas veces calamidad. Un problema que a menudo me he encontrado en las ediciones de poesía clásica más al uso es que los transmisores son plumas de alto reconocimiento como especialistas en latín o griego, pero que tal vez no dominen a la vez las sendas de la poesía en castellano, de tal manera que a la vez que apuestan por una traducción precisa, filológica, exacta, científica, en esa misma decisión asumen la desaparición del alma, tanto que el rigor académico deviene en un acentuado rigor mortis. No es fácil encontrar versiones en las que el poeta, el que ama la poesía, el que la ha descubierto entre sus propias necesidades, sea a un tiempo conocedor profundo del idioma original, versiones en las que en definitiva se nos permita acceder a una música nueva para el texto clásico en las que las palabras encontradas sean capaces de esparcir el perfume de las antiguas sin por eso dejar de aletear como pájaros vivos. Así ocurrió con interpretaciones tan memorables como las aproximaciones de Fray Luis de León a Horacio.
Y así ocurre con los epitafios que ha recopilado y versionado para Icaria Ana Rodríguez de la Robla en un libro esencial y todavía caliente, recién sacado del horno. Y es que Ana aúna la formación académica en los ámbitos de la Historia, la Filología y el Derecho con la hermosa y profunda realización de su propia escritura, estudiosa y exploradora del. lenguaje a un mismo tiempo. Razones más que suficientes para que acabara cuajando en libro parte del trabajo que iniciara con su tesis doctoral. Razones más que suficientes asimismo para que uno venza el pudor que siempre supone enfrentarse a un texto escrito por una amiga y escriba esta reseña sabiendo que la amicitia (que dejo confesa) con la autora no impedirá la objetividad: y es que es justo alabar un libro espléndido, lo firme quien lo firme.
La última palabra nos hace viajar de la mano de un Orfeo cargado de palabras hacia el reino de los muertos en un viaje que tiene como misión rescatar los versos que quienes se quedaron de este lado dejaron sobre la piedra para rendir homenaje de amor a quienes una vez quisieron. Siempre la muerte nos deja mudos, atónitos, siempre solos e incapaces de reaccionar, siempre intentando a un tiempo ocultar su presencia, desdeñar el cuerpo inerte, y hacerlo vivir eternamente en la memoria del corazón. Esa necesidad de no desprendernos de nuestro paisaje humano, social, es la que nos empuja a construir ritos que den forma a la permanencia de nuestros muertos entre nosotros, y esa misma necesidad la que da sentido y origen a un género tan rico, tan querido por los clásicos como el del epitafio. Porque imaginativos, ricos y variados son los epitafios reunidos por Ana Rodríguez de la Robla en las diferentes secciones del volumen (Puella insolita ... optima uxor, Gaudium vs. Dignitas, Mors inmatura, Cotidie, Ars Moriendi, Viator y Amor et amicitia) por los que van desfilando los reconocimientos, elogios, lamentos, fragmentos de vida cotidiana que hoy como ayer nos permiten evocar a nuestros seres queridos; esposas, hijos, jóvenes, escenas cotidianas, posición social van trabando así un entramado cubierto de una melancolía invernal y gris que nos llena de ausencia, que nos inunda de estoicismo y nos hace omnipresente la invitación a vivir y continuar la senda que nos llega desde el otro lado de la lápida.
Quizá lo más sorprendente y atractivo de los epitafios sea una de las propias convenciones del género, la idea de un diálogo a dos vertientes en las que el muerto entabla conversación con los vivos, con todos los vivos, y consigue así labrarse una especie de misión de consejo, admonición, recordatorio o fatalidad. El propio epitafio nos dará las pautas, escuetas pero suficientes, de la historia que truncara la muerte, y suficientes datos así para poner rostro, nombre y estado a nuestro interlocutor: pudo ser una mujer virtuosa dedicada a la ocupación propia de las matronas de tejer la lana, pudo ser un muchacho arrebatado en plena floración, una niña cuyos sueños quedaron truncados, un hombre cubierto de honores y ya con la vida bien cumplida. Y de cada uno de ellos aprenderemos una lección y aprehenderemos un alma, bien guiados por la mano de Ana Rodríguez de la Robla, de pronto revestida con la túnica espectral, a la manera del padre de Eneas, para guiarnos de la mano por las miradas oscuras de los muertos. Tanto en el exquisito y pertinente prólogo como en la edición bilingüe de los poemas que se nos presentan limpios, sin notas (un dato positivo en la medida que nos permite acceder con claridad y celeridad a los textos sin las a veces farragosas interrupciones del erudito, de la misma manera que negativo porque nos impide conocer los criterios y aclaraciones que justifiquen una palabra, una interpretación, una resolución no académica de un problema textual). Se trata esta última de una decisión que considero acertada, ya que el libro se publica como una recopilación de poemas fúnebres y no como un tratado filológico. Pero sobre todo porque nos permite disfrutar sin interrupciones de lo que sin duda es la mejor parte del libro.
En efecto, si la cualificación de Ana para enfrentar con éxito el problema de la traducción de unos textos que conoce bien, de un género que domina, queda probada en el libro, me parece que sobre todo pasaremos a disfrutar de la recreación de los originales latinos en el esfuerzo de regalarnos una mirada lírica, musical, cargada de poesía en el sentido hispano y actual del término en el resultado de la traducción. Los versos imaginados por Ana Rodríguez de la Robla son rítmicos, pausados, profundos, siguen de alguna manera las pautas de la poesía latina pero resuena con gravedad actual, aprovechando con sabiduría las oportunidades que la retórica y la métrica le ofrecían para alimentar y cargar de emoción y sentidos transversales el original romano. Perlas de sabiduría (“Estando bien de haberes y salud, amigos/no te han de faltar, y si otro caso se diera,/extranjero serás en Roma o fuera de ella”), declaraciones de independencia y orgullo femenino (“Cierto es que hilé mi vida como quise; /nunca nada debí a nadie, viví /según la lealtad me aconsejó”), huellas de amor, de resignación, de dolor y hasta no pocos juegos irónicos han encontrado habitación en esta pequeña reserva de papel y memoria. En este libro que desde ya proclamo imprescindible, amigo lector, antes de que la ceniza te sea leve.

Sobre LA ÚLTIMA PALABRA, por Fernando Llorente

POESÍA DEL SILENCIO

El día 17 del pasado mes de mayo estas mismas páginas [del Diario Montañés] acogieron una, tan extensa como intensa, entrevista a Ana Rodríguez de la Robla, con motivo de la reciente publicación de su obra La última palabra. En ella afirma la poeta, dándole el titular al entrevistador, que “quien no sabe mirar a los clásicos está negando su presente”. El alcance del aserto es limitado, por cuanto lo en él sentenciado sólo puede ser aplicado con justicia a quienes estando en condiciones favorables para saber mirar de frente, dan la espalda a los clásicos. Y no son tantos, cada vez menos. Son ya varias las generaciones de españoles a las que se les ha negado su presente desde que se ninguneó el latín en los planes de estudio. La “Cultura clásica”, asignatura alternativa opcional, de corto recorrido, fue concebida para abortar, privada del soporte de su lengua propia. Como le ocurriría a cualquier cultura.Pero sí debemos darnos por aludidos quienes, pudiendo y sabiendo, adolecemos de escaso interés y/o falta de ganas. Ana ha hecho el trabajo para que, desperezados, nos asomemos al pozo de unas palabras escritas sobre piedra en latín, que ha traducido al español sobre el papel y, así, ha compuesto un exquisito libro que la Editorial Icaria ha tenido el acierto, para mayor gloria de su colección de poesía, de publicar, con el asesoramiento literario de Concha García y Juan Antonio González Fuentes (?).
Si quienes, atentos, además de saber y querer mirar, quieren y saben oír, escucharán el recital de poesía del silencio, que en su descanso eterno ofrecen sin descanso los muertos. A veces con voz que grita la piedra para ser escuchada, siquiera al paso. En Ana y en su obra poética habita la voz de los clásicos, y su silencio. No importa si dicha por egregios personajes o por romanos de a pie. De 60 mortales son las palabras postreras que lamentan una muerte temprana, o que claman venganza, o que reclaman complicidad, o que vieron en la muerte una respuesta a la soledad, o que retan a la muerte con el amor, o que…no voy a entrar en explicaciones, comentarios y precisiones que la propia Ana expone, con distinción y claridad, en el prólogo. Son 60 epitafios, seleccionados por la autora, en los que ha volcado su amplio y solvente saber sobre el mundo y la cultura clásicos, y su depurada y contrastada sensibilidad poética. Pero ni esa sensibilidad ni ese saber habrían salido a flote en la blancura de las páginas navegadas por los restos de 60 naufragios, si Ana no hubiera sabido ni podido sumergirse en los profundos y olvidados pecios del latín. Es también la filóloga que bucea segura entre ellos, con el oxígeno de sus conocimientos y las aletas de su voluntad. Sabe y puede, luego quiere. Quienes tuvieron la suerte de ser instruidos en el latín durante varios cursos de aquel largo bachillerato comprobarán lo que digo. Ana traduce sin cometer traición alguna. No transmite algo que el difunto no quisiera legar. Ni le hurta ni le da. Lo dice de otra manera, no sólo porque lo dice en español, sino, y sobre todo, porque con cada motivo compone un poema, por mejor decir, hace poesía, con palabras tan sencillas como antiguas, fieles a su parentesco. Quienes los lean sin mirar, al menos de reojo, los textos en latín no podrán ser conscientes de la dificultad del empeño, tampoco de valorar cumplidamente el resultado. No sólo no traiciona Ana los originales al traducirlos, sino que los engrandece, engarzando en ellos elegantes matices y alumbrando bellas y sentidas imágenes.Nadie muere del todo hasta que se extingue la última memoria que le recuerda. 60 individuos desconocidos del Mundo Antiguo dejaron sus últimas palabras escritas en piedra para eso, para que alguien se encontrara con ellas, y salvarse del olvido. Con La última palabra Ana Rodríguez de la Robla ha contribuido a abrirles infinitos espacios para la supervivencia. A sus lectores nos ayuda a rescatar nuestro presente

Sobre LA ÚLTIMA PALABRA, por Antonio Torralba

http://experienciasmusicalesyotras.blogspot.com/2009/05/cosas-del-pais-de-los-muertos.html
He estado leyendo estos días un libro hermoso (La última palabra. Icaria/Poesía) de Ana Rodríguez de la Robla. Consiste, en esencia, en una versión castellana de sesenta epitafios latinos en verso. La antología va precedida de un prólogo sencillo y profundo (“Conversaciones más allá de la ceniza”), elaborado al aroma de tres deslumbrantes citas con las que la autora conversa: el “y escucho con mis ojos a los muertos” de Quevedo, los versos de Paul Valéry que están (creo) en el frontispicio del Museo del Hombre de París (“Depende de aquel que pasa/ que yo sea tumba o tesoro. Que hable o me calle”) y cuatro palabras del cuarto cuarteto de T. S. Eliot (“Todo poema, un epitafio”). La casualidad ha querido que, en mi caso, esta lectura (que os recomiendo “vivamente”) coincida con (y quizás se vea enriquecida por) otros desvelos más o menos relacionados con el tema de la muerte como generadora de cultura: la corrección y selección, para una publicación escolar, de textos de alumnos escritos bajo el epígrafe de “Mi obituario” (el obituario de ellos); y meditaciones varias en torno al contenido de una charla ilustrada sobre fotografía de muertos (après décès) de otra amiga amante de estos temas. Digo esto por lo del contexto. Jakobson puso por escrito la evidencia de los seis elementos que intervienen en cualquier acto de comunicación; el contexto, claro, es uno de ellos.Apartadas de las piedras en que fueron grabadas (ellas mismas, las piedras, ubicadas a menudo hoy fuera de contexto), las palabras últimas que la poeta Ana de la Robla vierte con maestría al castellano pierden y ganan cosas: en mayor grado cuantas menos palabras son. La autora (o su editor) ha querido acentuar este efecto omitiendo, salvo en el prólogo, cualquier explicación contextual o de aparato crítico (sólo se le escapa una aclaración entre paréntesis) y ello aumenta casi siempre el tono poético. Al menos, eso me parece en la mayoría de los casos. Pero me surge la duda en otros, como en este epitafio:

De las estatuas repuso los ojos
mientras gozó de salud suficiente.

¿Ganaría o perdería éste con una breve aclaración sobre los fabricantes de ojos? Imagino posibles lecturas aberrantes (no digo que “no poéticas”) motivadas por el hecho simple de ignorar la existencia de este tipo de artesano oculariarius. Es el peligro que acecha a los poemas breves, el “efecto haikú” que explica pormenorizadamente Azúa en la entrada “Metáfora” de su Diccionario de las artes. Por eso quizás hubieran venido bien unas notas. Incluso, ahora que lo pienso, en los casos en que no las necesitan acaso hubieran enriquecido el paseo tranquilo entre tumbas en que puede consistir la lectura de este libro. ¿Quién era este que dice que la muerte vino a librarlo del trabajo de acumular dinero y perderlo en que consistió su vida? Ana ha querido dejarnos solos, como suelen pedir en las películas los que visitan los cementerios.
Por lo demás, del libro sólo cabe decir maravillas. La selección, agrupación y ordenación de los poemas son estupendas; se recorren todos los tonos y los matices que el género ofrece. En su combinación, son más de los que pudiera pensarse. La traducción me parece fabulosa y da la impresión de estar siempre muy meditada. Vuelvo cada tanto al libro, también mientras redacto esta recomendación, y cada vez me parece mejor. Acabo ya citando un poema que me encanta (los sesenta son valiosos) porque me hace imaginar, como en un vídeo, el paso de las estaciones sobre una lápida (a ésta ya no le llueve porque está en un museo, pero bueno):

Verás la primavera regalarte con sus flores.
El verano te rondará con dulce complacencia.
Restituirá el otoño en ti las dádivas de Baco.
Al invierno encomendé que la tierra te sea leve.

Sobre LA ÚLTIMA PALABRA, por Antonio Tello

Cuenta una leyenda que al morir Beda uno de sus discípulos empezó a escribir su epitafio: Hac sunt fossa Bedae...ossa, pero que, agotado por el inútil esfuerzo de hallar el final adecuado, se durmió. A la mañana siguiente, cuando despertó, el monje vio con asombro que alguien, acaso un ángel, había escrito venerabilis. En el epitafio el adjetivo se unió al nombre y así es como aquel espíritu del siglo VII, que Dante reconoció formando una corona brillante (Paraíso, X), ha atravesado los siglos para que lo conozcamos como Beda, el Venerable. Ana Rodríguez de la Robla, poeta, filóloga e historiadora española, ha oficiado de antóloga, traductora y editora de La última palabra (Icaria, 2009), un libro que reúne «los últimos poemas -las últimas palabras- con que un puñado de hombres y mujeres que existieron quisieron se recordados y revivificados», como ella afirma en el prólogo. La palabra, la palabra escrita, se reivindica como último recurso contra el olvido, para quienes han emigrado hacia ese «lugar donde acaba la muerte», como escribió Nezahualcoyotl, poeta, filósofo y soberano de los aztecas. A través de la palabra labrada en la piedra y desde «el firme apretón de la tierra», el difunto apela al diálogo con los vivos -viajeros, caminantes, paseantes casuales- a quienes se dirige en sucintos versos para informar de lo que fue -Aquí estoy enterrada, sierva minúscula. / Me entregué con seriedad a mi deber / de trabajar la lana...-, de la causa que lo arrojó a la tumba - Por seguro ten que aquí me encuentro / -nunca el valor se deja amedrentar- /por vengar a mi hijo, que está muerto-, de los errores cometidos, de la satisfacción de haber vivido o bien, con socarrón humor o ironía, para invitar al ocasional interlocutor a visitar su morada -Escucha caminante, si quieres ven adentro / hay aquí una tabla en bronce que todo lo explica- o simplemente a que no la ensucie -Viajero, en esta tumba no te orines. Con La última palabra, De la Robla nos acerca desde el latín una selección de sesenta epitafios en versos recogidos en la voluminosa Carmina Latina Epigraphica, realizada por Franz Bücheler entre 1895 y 1897 y continuada por Ernst Lommatzsch, según ella misma informa en el prólogo. Es un trabajo serio y riguroso que nos revela el postrer intento humano de resistir la erosión del tiempo, el caer en el olvido, inscribiendo su nombre y, en pocas líneas, lo que su vida tuvo, a su juicio (o de sus deudos), de recordable, para hacer que lo perecedero y la eternidad comulguen en la renovada memoria de los vivos.

martes, mayo 15, 2007

Sobre ACCIÓN DE GRACIAS, por Jaime Siles

(PRÓLOGO A ACCIÓN DE GRACIAS)

Siempre he creído que a los buenos libros los prólogos les sobran tanto como la ropa a una bella mujer. Si ésta se la pone es para homenajear no a algún voyeur sino a algún modisto, que es lo que suele sucederles a algunos prólogos y a algunos libros a veces también. No es éste el caso, porque no soy modisto ni Acción de gracias necesita ningún intermediario ni ninguna campaña de publicidad: se basta por sí mismo para evidenciar su muy compacta solidez. Consiste ésta –como toda belleza que de verdad lo sea– en un enigma que no resulta fácil definir. Su autora recurre a Píndaro para sugerirlo y dedica un poema –“Poética”– a desarrollarlo. Ese poema resume –me parece– todo el libro en sí: tanto que necesita otro, significativamente titulado “Antipoética”, para completarlo. Una casi velada alusión a la esposa de Ulises –cifrada aquí en el signo que, como metonimia, la representa: el telar– sirve para indicar la tarea no menos “feraz” y “femenina” que la que realizaba Penélope en el suyo: la de la “trampa mortal escandalosa, de escribir”; porque de eso –de las múltiples formas de escribir– es de lo que este libro trata: de la “sangre seca del pasado”, del “calor” y de las distintas percepciones de la infancia. Pero todo eso no aparece dado de una sola vez sino que se va abriendo paso poco a poco, sin llegar a desvelarse nunca por completo. Por eso forma un aura de misterio engastada en una elegante y ligera opacidad: la de “Medusas”, por ejemplo, que en vez de seguir el falso y fácil ritmo impuesto por la anécdota, opta por otro mucho más profundo que profundiza la visión de lo real y, como en el hermetismo de Montale, deja en suspenso el inestable universo de las cosas. Y ello, en situaciones y con objetos inscritos en la cotidianeidad.
Hay algo italiano en esta poesía: algo que, como en “Memoria de domingo”, sólo en el primer Ungaretti o en el último Manuel Machado se puede encontrar. Ese algo tal vez sea el “daguerrotipo azul de la memoria”, que admite en él y en ella las más diversas interpretaciones –¿o son manifestaciones?– de lo real: como la del poema “Lápiz en la nieve”, escrito en verticalidad verbal de estirpe vanguardista, que recrea la muerte del escritor suizo Robert Walser y que es el más innovador de todo el libro, porque su disposición gráfica no es en modo alguno caprichosa sino que viene exigida por el tema tratado y, más aún que por uno de los principales motivos de éste, por lo que constituye su motor en sí: la línea negra de la muerte fónicamente articulada sobre la nieve blanca, que no es el “papel vacío” que era la página para Mallarmé y que Ana Rodríguez de La Robla recoge en “Tiempo libre”, pero sólo allí y no en éste que –como digo– recrea el paseo último de Walser bajo la nieve invernal de Herisau. Es un poema que podría y podrá identificarla, porque su idea del texto y de la vida está explícitamente expuesto allí. A mí me parece un poema visible –y, por ello, vivible– en el que la escritura tiene dinamismo de partitura musical. Su movimiento hacia abajo es el que me interesa, porque recuerda al de los saltimbanquis de Picasso que tanto atrajeron la atención de Rilke, primero, y de Zagajewski, después. Por eso me atrevo a suponer que es un poema del que se hablará. Y, si no se habla, no será por él sino porque nuestra poesía o quienes creen serla están en paro mental.
La escritura de Ana Rodríguez de La Robla tiene un arranque gnóstico, patente en su idea del nombre y del nombrar, que, más que con lo gramatical, puede relacionarse con lo erótico. Pero ello no le impide ni la práctica del poema visible ni la escritura del poema-visión, como “El asesino”, ni tampoco esa indagación en lo mistérico del tiempo que expresa “Tiranía” con sus horas largas y perfectas. Ningún poema tiene otro patrón que el de sí mismo. De ahí la ausencia de monotonía en esta obra regida por el continuo reto de la realidad y por el desprecio de todas las modas y recetas de lo fácil. Rilke, Píndaro, Esquilo aparecen aquí por derecho propio: todos ellos son puntos de la línea en que se apoya esta tradición que no reniega de la “terrible luz / que arroja odio/ donde fértil se alojaba la muerte más oscura”. Hay aquí ese sonido raro que la tragedia ática sabía descubrir en las palabras, pero no como una reminiscencia arcaica o arqueológica sino unido a lo que Apollinaire y Alfonso Costafreda habían objetivado en sus poetizaciones del Pont Mirabeau. Aquí no se alude a todas ellas sino que se las resume en lo que Michaux dice a propósito del suicidio en el Sena de Celan. Y, ya que hemos citado el nombre de éste, conviene decir que no es la metapoesía lo que se invoca sino la imposibilidad del hecho mismo del lenguaje de lo que se trata: “Mesa Estéril” lo aclara muy bien al referirse al deseo de “ser materia/ imposible en las palabras”. No es ésta una poesía de celebración sino –como la de Gamoneda– de conciencia de la pérdida. De ahí su carácter agónico-existencial, que ejemplifican el casi nihilismo salvado por la piedad en “Vela” y la iluminación esperanzada de “Nueva Estación”, donde puede adivinarse un nuevo tipo de poema, más económico desde el punto de vista lingüístico y, por ello, más intenso también.
Pero, como si no quisiera fijarse en el fácil soporte de una horma, abandona el modelo para inaugurar otro –el de “Ciudad para fagot, cuerda y continuo”– en el que, más que la realidad, aparecen sus fantasmas: las máscaras que “aguardan en el limo/ su turno de fulgores apagados”. Los poemas que siguen vuelven sobre temas propios del simbolismo, como “La Ventana”, o se mueven en un plano muy próximo a los niveles menos sórdidos del feísmo finisecular, aunque actualizado de modo diferente, como en “La Escena”. El poema de Adriano transmitido por Elio Espartiano –cuya pervivencia estudié hace casi veintisiete años en otro lugar– es recogido en “Desperdicios”, y con un verso que puede resumir tanto como explicar el cambiante juego de sus formas: El corazón no se asemeja a nada.
Este libro, tampoco: es una rosa perfecta como la de su rotundo y resonante redoble final. Poesía exacta, pero agónica; moderna, pero helénica; clásica, pero vanguardista; gnóstica, pero erótica... y, sobre todo, vida cristalizada cuyos reflejos estos poemas vuelven a reactivar. Poesía de pensamiento, pero con la filosofía no explícita sino incorporada es lo que esta incesante investigación en las distintas posibilidades de las formas transparenta: una poética de la insatisfacción que exige una desesperada búsqueda de modos de serse en su decirse. Lo que le hace no tener un domicilio formal fijo sino moverse por diferentes ámbitos en los que intenta encontrar un espacio de existencia más que de revelación. Por eso no es retórica sino poética lo que leemos aquí. Ya dije que a los libros les suelen sobrar los prólogos, y a éste de Ana Rodríguez de La Robla mucho más. Les ruego tanto a ella como al lector que disculpen el mío.

viernes, mayo 04, 2007

Sobre ACCIÓN DE GRACIAS, por Darío Fernández

UT MUSICA
Dicen que la música empieza donde termina la palabra, aunque uno, que ni escribe ni compone, pero se mueve permanentemente entre fusas, corchetes, frases y corcheas, no acaba de ver clara esa división. Pienso que quizá mi astigmatismo también lo es mental y que algo se me escapa, pero me consuelo pensando que tampoco soy el único: Mendelssohn, que de música sabía un rato, escribió Romanzas sin palabras porque creía que éstas, más que revelar, ocultan la verdad de los sentimientos más íntimos y profundos y, más que aclarar, confunden, lo que no deja de ser otro desorden romántico, aunque no falte quien de buena fe así lo crea.
Decía que nunca he visto clara esa división y cuando leo Acción de gracias de Ana Rodríguez de la Robla, pues la verdad, menos aún: me ocurrió la otra noche al leer "Lápiz en la nieve" mientras escuchaba el Quinteto para piano de Schumann; a lo mejor fue simplemente por cansancio, pero de pronto sentí –o me pareció sentir- que lo que en realidad oía era una voz –no sé de quién- leyéndome sus versos en una de esas experiencias que los psicólogos llaman sinestesia. Ayuno como estaba de productos psicotrópicos, repetí la experiencia al día siguiente y la sensación se reprodujo con la misma intensidad; puede que fuera por pura y simple autosugestión; no sé, pero creo que la razón de tal fenómeno se encuentra en la propia naturaleza de la poesía de Ana Rodríguez de la Robla –de quien hasta ahora sólo conocía sus agudas críticas teatrales-, aunque si me paro a pensarlo, su aliento me recuerda más al expresionismo vanguardista de Schönberg y la continua tensión-distensión de Noche transfigurada que al romanticismo anhelante de Schumann.
Me pregunto si la autora, de cuya melomanía queda constancia en "Medusas", "Embraceable you" y "O dolorosa gioia", convendría conmigo en este parentesco, pues parece que le atrae más la figura de Bach, Händel o Gesualdo y la cristalina claridad de sus texturas, casi en las antípodas de Schönberg, pero olvidémonos de los nombres y volvamos al asunto: sí, es cierto lo que dice Jaime Siles en el prólogo precisamente a propósito de "Lápiz en la nieve" -“la escritura tiene dinamismo de partitura musical”- y también lo es que Acción de gracias rebosa musicalidad, pero, parafraseando a Fernando Llorente en su magnífica reseña, ¿podría ser de otro modo en un libro de poesía que lo sea? No, no parece pues que hayamos descubierto lo que de extraordinario hay en sus versos –algo para lo que, por otro lado, no me considero capacitado-, pero sí me gustaría subrayar ese valor que tantas otras veces se supone más que se percibe y apuntar otro, aún más evidente: su fantástico poder visionario, el inagotable torrente de imágenes que se suceden mostrándonos ríos de sangre, arroyos de que surcan paraísos inhóspitos y paisajes asilvestrados por los que se deslizan serpientes y los supervivientes de la barbarie luchan por mantenerse en pie. Ni William Blake lo hubiera pintado mejor.

lunes, agosto 14, 2006

Sobre ACCIÓN DE GRACIAS, por Jesús Lázaro

(En El Diario Montañés, 14.08.2006)

INTELIGENTE Y SOFISTICADA
De exquisita elegancia puede considerarse la voz lírica de esta notable poeta y ensayista, una de las voces más claras y finas de Cantabria. Sus versos se nutren de un fuerte conocimiento de la cultura moderna, entroncando un fondo erótico y telúrico para superar las angustias y penurias, cual nuevo Anteo. Así, aunque hay una quemazón existencial, se sobrepone a tal fondo de agonía un ansia de disfrutar y un gusto por la vida. El verso está trabajado hacia una sutil ironía, una autoburla del temor, que así se ve superado al transformarse hacia la alegría. Tal vez sea en ese sentido del cambio donde se halle la mayor potencia: Mudar la piel / como un reptil, / quedar en carne viva / al sol. / Desear el salitre y su caricia/ de agujas amarillas.

sábado, junio 24, 2006

Sobre ACCIÓN DE GRACIAS, por Juan Jesús Payán Martín

(En Diario de Cádiz, 08.06.2006)
ESCRITO SOBRE LA NIEVE
Se conoce como “zona de incertidumbre” al área que rodea a la fragilidad, al territorio en el que un movimiento inesperado puede escribirse con trágico acento. Es la piel con que nos cubre la muerte, remisa como siempre a resolver su oficio, a cumplir sus fatídicas responsabilidades. Es el terreno de las pérdidas y los naufragios invisibles. Y el espacio en el que nace la poesía. Acción de Gracias de Ana Rodríguez de la Robla ha surgido en esta tierra removida por la sangre, al calor de la metralla que humea en los cuerpos caídos, aún frescos. Sus versos tienen la emocionante fortaleza de los héroes malheridos que se arrastran mientras balbucean y perseveran hasta ponerse en pie con toda su grandeza.
Como articulista del Diario de Cádiz, los lectores ya conocen la lúcida mirada de la autora. Reconocen fácilmente su estilo por su aguda inteligencia, por el refinamiento de su prosa (que despliega una sorprendente y vastísima cultura) y por un sentido del humor afilado y sutil. La poeta (autora de títulos como Reloj de agua, 1995; La sombra sostenida, 1997; o Naturaleza muerta, 2000) completa con sombras el espacio público que la encubre. Dicho perfil se esconde tras máscaras de distanciamiento, en la atmósfera de la ficción o en la voz de brillantes escritores del pasado (Robert Walser, Paul Celan), cómplices del abismo. Se trata de una forma de pudor que encubre a una ingeniosa y cálida conversadora, a una amiga generosa y a una artista que se mueve como pez en el agua de materias diversas (música, fotografía, historia...). En la faceta poética de su último libro, la escritora ha decidido enfocar en un encuadre fijo y duro la catástrofe. No es preciso una escena previa que nos explique un por qué inútil. Todo queda contenido en el desastre que el lector presencia con aliento contenido. Una música de fondo, como la que el día a día rodea a la poeta (melómana consumada e irredenta), arranca la dulzura a una realidad que de otro modo apenas si sería soportable. El prólogo de Jaime Siles y la lúcida y afectuosa presentación que efectuara la profesora María Jesús Ruiz Fernández dieron ya con muchas de las claves que encierra el poemario de Ana de la Robla. De entrada, el título encubre una anfibología contradictoria y cruel. El libro se nos presenta como una presumible “acción de gracias”, amable y efusiva. Lo cierto es que esta misma expresión esconde un significado diametralmente opuesto. En la cita inicial, la autora nos remite a una acepción arcaizante e insólita (que, por otra parte, no aparece en la edición de 2001) del Diccionario de la Real Academia Española: ‘En algunas partes, acompañamiento que va después del entierro a la casa del difunto, y responso que se dice en ella’. El lector puede hacerse ahora cargo del contenido doble e irónico del título. Los poemas no son en primer término una forma de agradecimiento trascendido a la divinidad o a la vida (aunque la autora valore la dimensión del aprendizaje en el dolor), sino que conforman el cortejo de un duelo privado y lacerante. Rilke completa la apropiada lectura del libro con una nueva cita: “Sobreponerse es todo”. Junto a la dimensión personal, Ana de la Robla sitúa la imprescindible dimensión estética a través de una frase del historiador holandés Johan Huizinga que aconseja “encajar los sentimientos en formas fijas” para huir de la barbarie. La poeta, en este caso, huye de la barbarie de lo sentimental, que le resulta aún más atroz que la contemplación descarnada del horror. El tono doliente se encuentra congelado en la forma fija –disecada- que es todo poema. Siles vincula este dolor contenido con la poesía “hermética” italiana (Ungaretti, Montale). Señala su dimensión helénica y vanguardista, así como el “arranque gnóstico” de su numen poético. Podríamos añadir muchos otros elementos vinculados al estilo de la autora. El principal de ellos nos conduce hacia la literatura germana. Desde Hoffmansthal, pasando por Gottfried Benn y Georg Trackl, hasta llegar a Paul Celan e Ingeborg Bachmann, existe una poética devastada en la que preside el miedo al verbo, el miedo al decir. Se trata de una concepción abismada en los umbrales del silencio, que nace en los años del expresionismo alemán, vive con la experiencia del holocausto nazi y culmina con la crisis del lenguaje de los años sesenta. El Tractatus logicus-philosophicus (1922) de Ludwig Wittgenstein ya hacía expresas las limitaciones del verbo, la irrepresentabilidad de las formas lógicas en el lenguaje y sus problemas de verificabilidad. Esta concepción filosófica de algún modo está latente en la poesía de postvanguardia y en la base de lo que se conoce como la “poética del silencio”. En Ana de la Robla no sólo es perceptible el aliento de las letras germanas, sino también la voluntad exacta de poetas como José Ángel Valente o Antonio Gamoneda. A todo ello debemos añadir un elemento trágico y femenino que la aproxima a autoras como Blanca Varela o Alejandra Pizarnik. Durante la presentación del poemario, la doctora María Jesús Ruiz ofreció hallazgos de su atenta lectura de Acción de Gracias. Hizo hincapié en la organicidad del conjunto, que no permite ser leído a saltos, así como en la dimensión esperanzada que animaba el final. En efecto, existe una voluntad estructural con final abierto. Los tres primeros poemas actúan como pórtico. “Poética” adquiere su reverso en “Antipoética”. Como si fueran las dos caras de una moneda, la autora se desdobla en el ceremonial de la escritura, observándose desde los ojos de la Pitia (la poeta) y desde el espíritu invasor que la posee (la poesía misma). En “Telar”, despliega la tela de araña de un génesis oscuro, en el que la paciencia de Penélope se ofrece como máscara y autodefensa. Tras estos compases introductorios, Ana de la Robla se lanza al corazón de la catástrofe. Mujer de riesgos, la poeta oscila entre el recuerdo de la inocencia devastada de junio y el luto invernal que cierra sobre sí su pálida blancura. Los poemas no obedecen a una estructura lineal sino a un orden casi contrapuntístico, donde el dolor se adelgaza para volver a incorporarse. “Son las caídas hondas de los Cristos del alma” que dijera Vallejo. Se trata de una poesía que camina hacia su Gólgota, una poesía intensa en difícil equilibrio, que vive en la apremiante existencia de los avisos tardíos. Como lectores, llegamos siempre demasiado tarde: los platos aparecen rotos, bajo la mesa los desperdicios recuerdan pasados banquetes. La muerte acecha, protege su “zona de incertidumbre”, mientras sus pasos (o los de Robert Walser) custodian con ternura un secreto escrito sobre la nieve.

Sobre ACCIÓN DE GRACIAS, por María Jesús Ruiz

Después de seis años de silencio poético tras Naturaleza muerta, y a mil kilómetros de distancia de su ciudad habitual de residencia, ve la luz el último poemario de Ana Rodríguez de La Robla. No sé si es Cádiz el espacio en el que Acción de gracias se gestó, o si siquiera nació allí total o parcialmente, pero es indudable que ése es el espacio y el tiempo al que Acción de gracias pertenece. El análisis nítido, riguroso y erudito del prólogo firmado por Jaime Siles define con precisión el espíritu del poemario y se detiene, también, en sus habitantes (Gamoneda, Adriano, Píndaro, Esquilo…) y en sus ecos (Ungaretti, Montale…), identificados magistralmente por el catedrático y poeta valenciano. Hay, no obstante, en este poemario algunos otros habitantes, los del corazón y la memoria, que han tejido estos versos y a los que podría presentar uno por uno, en riguroso orden alfabético, a saber: amor, angustia, barbarie, derrota, deseo, desesperanza, esclavitud, esperanza, liberación, lucha, melancolía, memoria, soledad, sufrimiento y tiranía. Conocí a Ana Rodríguez de La Robla en el verano de 2005, en el Puerto de Santa María, en el marco de unas mesas de trabajo sobre gestión cultural, en donde ella arrancaba explicando de forma sistemática cómo proceder en las empresas culturales, y terminaba proyectando en un powerpoint un poema lúcido y emocionado sobre la cultura. Extraño, podría pensarse. Sin embargo, al abrir hace unos días la primera página de Acción de gracias y encontrar la cita de Huizinga (una de las tres que presiden el poemario) pude comprender lo que en aquel momento sólo me conmovió. “De no querer entregarse a una dura barbarie, era necesario encajar los sentimientos en formas fijas” refiere Huizinga en Homo ludens, un libro luminoso y académico, poético y riguroso, intuitivo y sistemático. Homo ludens explica el paso del estado primordial del individuo en la Edad Media (el espanto de la muerte, el temblor del amor) a otro estado primordial encauzado por el juego y la canción, por esas “formas fijas” que nos permiten –si instalamos en ellas los sentimientos- perder el miedo. El ser humano que explica Homo ludens es el que renuncia a la batalla que sabe perdida, la que lo desangra, y renuncia a todo triunfo que suponga la muerte del otro, consciente de que eso no va a proporcionarle la vida. Por eso las palabras del "Réquiem" de Rilke que Ana convoca para emparejar la cita de Huizinga son tan perfectas, tan reveladoras de que el miedo de cada uno, en cada vida, sólo puede ser calcinado por una estrofa que organice los temores: “¿Quién habla de victorias? Sobreponerse es todo”. Acción de gracias reivindica así el luto despreciado por la modernidad, el luto blanco del rito y del responso, el que da consuelo no por simple agotamiento del llanto, sino porque –tomándose su tiempo- ordena la memoria, organiza los sentimientos y orienta el dolor hacia una “forma fija”, una canción con metro y ritmo propios que deja hecho trizas el espanto ante la muerte. Con absoluta coherencia, los tres poemas que abren Acción de gracias sitúan esa experiencia universal en el modo de oficiar y de sentir particular de la autora, y en su tiempo específico. “Poética”, “Antipoética” y “Telar” son así la tesis, la antítesis y la síntesis del proceso vivido, y el hogar poético en el que hay que entender que se han cocido los demás textos del libro. “Poética” está edificado sobre las rejas del estilo, desnudas de memoria, hábiles para acoger en todas las sintaxis posibles lo que nos conmueve. “Antipoética” habla del color, del olor, de la sangre y de la saliva, tan inaprensibles siempre. “Telar” da la solución, ordena los vendavales y encauza las corrientes. Es un poema que detalla ese viaje de un estado primordial de abatimiento a otro de lucidez: el final del luto. Poemario, por tanto, transido de principios fundamentales, asegurado sobre sólidos pilares de reflexión, consciente hasta la última coma. Y sin embargo, poemario privado, a ratos onírico, diario casi sonrojante de una intimidad desde la que cualquier otro poeta, al caer en ella, daría al traste con el sentido virtual de su literatura. El milagro, aquí, es convocar a Haendel, a Robert Walser o a los esdrújulos latinos sin que los renglones de la historia nos velen el descubrimiento del poema. Y convocar, a la vez, la propia conciencia de saberse santa y perversa, noble y mezquina, asesina y apuñalada, sin que la verdad privada manche con sus secretos desvelados la naturaleza ficticia connatural al texto. Ese milagro lo hace la barbarie, eso que nos llega a la vez que la melancolía del verano infantil (“sangre seca del pasado, calor,/ tal vez infancia”) y que nos estremece dejándonos solitarios en un mundo inmenso (“La soledad del mundo era una playa”). Lo hace también la tiranía, que no es sino la capacidad que le reconocemos al amante cuando su beso es como un relámpago en las venas y su cobardía como un cuchillo sobre la mesa. Lo hace el abandono, que es lo que sentimos cuando despega el avión y la ciudad que dejamos, en un picado cinematográfico, se nos vuelve absurda para la felicidad. La nausea, la sangre derramada y los desperdicios del corazón, que son las sustancias de colores concretos que nos certifican el sufrimiento. Y esta madeja de cosas, ordenadas en el telar de Ana Rodríguez de La Robla, devienen en Acción de gracias: una narración luminosa, triunfante en el sentido que Rilke da en la primera página a las victorias, que podría tener como colofón –para mí lo tiene- un verso de no recuerdo quién pero perfecto: “Todo lo que perdí me pertenece”. Por eso Acción de gracias no es un libro triste, sino un manual de supervivencia en el que quien escribe (turista accidental, como todos) ha tenido la fortuna de celebrar en “formas fijas” las necesidades primarias que a otros atormentan: ser, vivir, amar y sobreponerse.

Sobre ACCIÓN DE GRACIAS, por Fernando Llorente

FULGORES

Es cierto que en Cantabria no escasean los actos culturales en sus diferentes modos de expresión. No es menos cierto que sí escasean los actos culturales con protagonismo cántabro. Que hace unos días haya llegado a las librerías de Santander el último poemario de Ana Rodríguez de la Robla (en adelante Ana) es en y para Cantabria un acontecimiento cultural de primer orden, que estas líneas quieren celebrar. Acción de gracias es su título. Ha sido editado por el Servicio de Publicaciones de la Diputación de Cádiz, y fue presentado el día 10 del pasado mes de mayo en esa ciudad. Los 32 poemas que componen la obra están prologados por el profesor, crítico literario, y también poeta Jaime Siles, quien cumple su cometido con pulcra profesionalidad, desde una perspectiva profesoral y crítica, reservando para Ana el lugar que como poeta le corresponde, que el prologuista reconoce, y así lo manifiesta sin reserva alguna. Carlos Bousoño tiene dicho que poetas hay pocos y que los que hay lo son pocas veces, por lo que bastaría serlo en un verso para erigirse en poeta siquiera por una vez. Pues bien, Ana es una escritora –de larga trayectoria en corto tiempo, y de muy variados intereses literarios- que, cuando escribe versos, todos y cada uno de sus poemas rezuman la poesía de la que están ungidos, sólo comparable, en el ámbito de la poesía en Cantabria, tanto en la pulida belleza como en la consistencia de su palabra, a la escritura poética de Ángel Sopeña, a la que Ana dedicó un estudio publicado en 2002, Escrito sobre el agua. Claves para una antología poética de Ángel Sopeña, y junto al que ocupa lugar destacado entre los no pocos, y de meritoria obra, poetas cántabros vivos, y aun entre los poetas muertos cántabros, algunos redivivos en Fundaciones con su nombre. El último libro de Ana toma el título de un verso del poema “Islas”, que el prologuista no atiende entre las 16 composiciones a las que se refiere de un modo explícito. Mientras que para el parecer autorizado de Jaime Siles el poema que abre el libro, “Poética”, supone la expresión en la que se cifra el poemario, este lector, que no crítico, considera que es “Islas” –y no sólo porque en un título se sustancian los contenidos, que también- el poema en torno al cual se articulan los demás, y al que desembocan, sin perjuicio de que cada uno de los poemas respire de su propio aire, se ilumine con su propio rayo, resuene tras su propio latido, arda en su propia llama, como no podría ser de otro modo en un libro de poesía que lo sea. Y Acción de gracias lo es. Se confirman dos obviedades: una, que es un ejercicio vano tratar de explicar la poesía que, cuando lo es, habla de modo diferente a cada lector, siendo así que todos participamos de los mismos fulgores; otra, hermanada con la anterior, que no se puede saber cuántos poemas escribe un poeta cuando escribe uno. ¿Cuántos libros ha escrito Ana al escribir Acción de gracias? Por lo tanto, no voy a glosar aquí la mitad del poemario al que el prologuista no hace referencia directa, pues no pasaría de ser la glosa de uno, el mío, de los muchos libros que ha escrito, además del suyo, Ana. Pero no lo voy a hacer, además, porque en Acción de gracias, como en su anterior poemario, Naturaleza muerta, el aire que los vivifica, el rayo que los atraviesa, la llama que los consume, el latido que marca el ritmo de sus versos son los elementos naturales que conforman la emoción que los alumbró desde un bullir de las entrañas, un clamar de los sentidos, un sentir del pensamiento, un pensar del sentimiento, que dejan entrever, tras las fulgurantes veladuras verbales, el ser y el estar de Ana en el mundo, tanto emocional como intelectualmente. Podría pensarse que lo dicho vale para todo libro de poemas, que hay muchos. Pero, no, sólo vale para libros de poesía, que hay pocos. Tengo escrito que una emoción es un tumor en el alma al que el poeta extrae unas palabras para practicarles una biopsia. La poesía se hace con palabras, sí, pero con palabras enfermas de emoción, anomalía que ofrece síntomas varios: el de la soledad, el del amor, el de la esperanza, el del desamor, el del olvido, el de la desesperación, el del vivir, el del desamparo, el del desengaño, el del morir, el del miedo, el de la pérdida… trastornos del alma, que la palabra poética diagnostica y trata para aliviar la calentura. Así, un poema es un estado de convalecencia del alma –acaso también del cuerpo- bajo la vigilancia de la palabra… poética. En Acción de gracias la palabra reúne casi todos los fulgores de la emoción, a los que atempera, a la vez que los mantiene ardientes. Es, ante todo, palabra elegante, exquisita, que esculpe páginas transidas de conmovedora belleza; es palabra nítida, transparente, ella misma el velo con el que se protege; es palabra culta, que supera la anécdota, para ennoblecerla, no para elevarla a categoría; es palabra solidaria, incluso piadosa, que se trasciende a sí misma en busca de otra palabra menesterosa; es palabra justa, que no condena y aspira al olvido, sin ajuste de cuentas; es palabra tiernamente apasionada, atravesada de vivencias estético-eróticas; es palabra curativa que extirpa el tumor para, paradójicamente, mantener la emoción viva; es palabra frágil que se crece en la derrota, no la arrumba la nostalgia; es palabra tensa entre la memoria y el olvido, entre el tener y el perder, entre la vida y la muerte; es palabra esperanzada, que no se hace ilusiones; es palabra solitaria, que no rehúye el aislamiento; es palabra gozosa que celebra su existencia; es palabra intensa, que relaja el espíritu; es palabra clara al filo de la sombra y es a la vez palabra turbia en proceso hacia la luz; es palabra sin tiempo, que pone a su servicio los modelos clásicos, para su mejor nitidez y su mayor firmeza…es palabra inevitable, necesaria, por más que a ratos no confíe en su eficacia. Tampoco voy a exponer aquí, dejando desvalidos los poemas –algo tan del gusto de los críticos-, los versos sueltos en los que la palabra enfebrecida se me ha revelado en sus varios fulgores. Y no lo voy a hacer porque ese es oficio íntimo de cada lector, que encontrará un fulgor allí donde más le duele, donde más le escuece, donde más le pica, ya que es palabra, en fin, de acción de gracias, que insufla serena turbación en esa hora sagrada del reposo que sigue a cada batalla, ganada o perdida –ganada y perdida-, mientras la guerra continúa.

Sobre ESCRITO SOBRE EL AGUA, por Fernando Llorente

ANA Y ÁNGEL

Ana es Ana Rodríguez de la Robla, historiadora, filóloga, ensayista, traductora, articulista, conferenciante, y poeta galardonada. Ángel es Ángel Sopeña, filólogo, profesor de Literatura, y poeta, también galardonado. Ana y Ángel comparten un amor por el Mundo Clásico, raíz desde la que crecen y savia de la que se alimentan, en gran medida, sus respectivas obras poéticas.
Ana es la autora de un libro, su último libro publicado, Escrito sobre el agua, un libro sobre la obra poética de Ángel. No se trata de un libro “de” Ángel, como en más de una ocasión he oído, sino un libro “sobre” la poesía de Ángel, pues, de otro modo, ¿cómo podría ser Ana su autora? El libro, que se presenta hoy en el Paraninfo de la Universidad de Cantabria, lleva el subtítulo de “Claves para una Antología Poética de Ángel Sopeña”.
Si bien la metáfora es manida, el agua es presencia recurrente en los versos de Ángel, sobre los que chorrean imágenes de dolida belleza, con frecuencia serena, nunca exaltada, hasta perderse en el éxtasis de la niebla, De igual modo se cuela, en los poemas de Ángel, el viento en todas sus intensidades y desde todas las procedencias, con preferencia del Sur, hasta transustanciarse en música, a la que el agua presta sus notas. No podría haber sido más acertado el título del libro de Ana. Y lo mismo puede afirmarse del subtítulo: cumple con el objetivo de guiar al lector por las sendas diáfanas –ascendentes-, unas veces; otras, espesas –descendentes-, que transita la poesía de Ángel, poesía que es el objeto de la consideración de Ana. Hace algún tiempo ya ofreció Ana un avance de su estudio, ahora publicado, a cuantos asistimos, en el Ateneo de Santander, al acto de homenaje que, por parte de los responsables de la Biblioteca Poética “La Sirena del Pisueña”, se rindió a Ángel, y en el transcurso del cual se le impuso la Sirena de Plata.
En el libro que hoy se presenta aplica Ana un esquema de trabajo similar al que ajustó su espléndido estudio “La mujer en la epigrafía métrica latina. Prototipos en piedra de la Antigüedad”, publicado en el año 2000. En él, sobre una impecable traducción del latín de inscripciones funerarias en verso, y en la que lo literario se aviene con la literalidad, lleva a cabo una exégesis por la que informa, de modo tan riguroso como placentero para el lector, acerca de la varia condición de la mujer en el Mundo Clásico, tal como ellas dejaron constancia de sí mismas en sus epitafios.
Si en esta joya literaria, bañada en belleza con engarces de perlas sociológicas, zafiros emocionales y brillantes líricos, Ana nos redescubre lo que aquellas mujeres descubrieron cuando ya las cubría la tierra, en Escrito sobre el agua, Ana, sin rasgar, pero tampoco sin descorrer el velo tras el que Ángel gusta de resguardar al sujeto poético, disecciona su transparencia para dejar entrever un alma que toma cuerpo cuando Ángel le pone voz, la suya, una voz que no disuena con la propia voz poética de Ana, sin que por ello dejen de ser dos voces propias.
De toda la obra poética de Ángel, publicada hasta hoy, tanto la recogida en libros como la dispersa en distintas publicaciones, toma Ana unas muestras, libro por libro, fragmentos de poemas, de los que se sirve, y a los que sirve, para cubrir un recorrido de encuentros y desencuentros de Ángel consigo mismo, sin otro báculo que la musical palabra para sostenerse a lo largo del trayecto vital que ora torturan, ora alivian sus versos. Seguir la poesía de Ángel acompañado por la palabra de Ana es como entrar, con una linterna en la mano, en una cueva, de la que se sale sin haber visto la cueva, pero con el alma impregnada de los vestigios que expresan, fuera del tiempo, un vivir que es, sin embargo, prisionero del tiempo.
En la segunda parte del libro, pertrechada de la guía que le ha proporcionado la primera parte, Ana introduce al lector en una Antología de la obra poética de Ángel que, en principio, puede considerarse un tanto abultada, y que bien podría haberse aligerado, sin perjuicio para la obra de Ángel, no incluyendo los poemas a los que, si bien fragmentados las más de las veces, Ana presta especial atención en la parte primera, con el fin de articular un sentido unitario en el ir y venir de uno a otro de los libros de Ángel. Pero, un momento después, no sólo se ve la conveniencia de la amplia muestra, sino también la necesidad, por cuanto no todos los poemas de Ángel se encuentran ya fácilmente al alcance de los lectores, lo que supondría una pérdida si no fuera porque queda reparada en el libro de Ana.
Quizá con el libro de Ana ni ganen ni pierdan nada los poemas de Ángel. Pero, sin duda, quienes sí nos beneficiamos somos los lectores de la poesía de Ángel, es decir, de la poesía. Deuda que, desde hoy, contraemos con el libro de Ana, poeta.

martes, mayo 16, 2006

Sobre LA SOMBRA SOSTENIDA, por Lázaro Álvarez

(En El Universal, Caracas, 30.10.1998)

Como “turnos de rueca”, la escritura poética de Ana Rodríguez de La Robla desgaja y trama no sólo una ciudad interior “de puentes irisados y cálidas/ veneras”, sino además, y esencialmente, el espacio de un nombrar en cuyo aliento se materializa la tensión de una lucha también fundamental: el de la posibilidad de un lenguaje nuevo ante lo real, es decir, el de la representación como un acto supremo de liberación.
La escritura de La Sombra Sostenida es asumida como un frágil tejido o una leve “textura” cuyos avances se trenzan bajo el impulso legítimo e imprevisible de la fuerza de una experiencia vital, venida de la hondura con que se sella internamente esa experiencia, más que de las evidencias de una biografía banal. “Rota” o “feliz” en breves ribetes insistentes o en los amplios avances de un reflujo que se mueve como en círculos de agua, su palabra nos acerca a un rumoroso lugar donde confluyen, de un modo muy suyo, tenacidad y ternura. Textura ésta que prefiere el recorrido delicado de los límites de una memoria (y de una fe amorosa) que intuye y siente y que, prevenida y en estoica vigilancia, se desvía gozosamente hacia las estancias menos vislumbradas de ella misma, como por íntimos e ignotos parajes.
El suyo es el espacio singular que quiere la poesía de siempre: ardiente espacio de lo íntimo, lugar del ser donde la sombra de la ausencia del amor es la ausencia de la realidad. Las luces y las sombras de lo que vivimos son las figuras de la mítica caverna engañosa pero, también y al cabo, las marcas más propias y las señas más entrañables de lo que somos. Así, escribir es hacerse (y deshacerse). Sombra de lo que somos: creación y artificio que nos vela y desvela, la imagen y lo que la imagen ilumina: “Luna,/ álabe cerrado que rasga/ mis sombras,/ calando lenta, honda-/ mente en su tersura./ Eres llaga amenazante, sola/ espuma/ que ofrece, con falsa/ claridad su rosa/ de fría y sólida ceniza impura.”
La manera en que se hace lenguaje esta experiencia es la de una aventura verbal que desconoce por amor absoluto el propio objeto, y que en esa cierta inocencia del nombrar tiene sus riesgos y, al mismo tiempo, sus posibilidades de cobrar hallazgos por lo mismo inéditos y válidos. Y estos riesgos, quizás, están en la posible o momentánea pérdida de ese equilibrio sostenido esencialmente por la pasión distanciada y elegante y en el exceso de lo artizado que extravía el otro hilo: el de la conmovedora veracidad de lo vital.
Sin embargo, lo que aquí se incorpora, se materializa y resuena finalmente como concreción verbal, es una lucha amorosa de la significación que se obliga a una forma: “aventura de ciegos” hacia la visión profunda, delicadezas que se recobran con rigor, roces que se anotan con fina precisión y penumbrosos rasgos que se trazan como límites nítidos de la palabra.